Capítulo Uno: ¿Qué estoy haciendo aquí?

Tibet

A pesar de ser la región más alta de la Tierra, con una altitud media de 4900 metros, el Tíbet surgió en el siglo VII;   pronto se dividió en una serie de territorios.

Hacia 750 d.c.,  los tibetanos habían perdido casi todas sus posesiones de Asia Central en favor de los chinos. Sin embargo,  Gao Xianzhi fue derrotado a manos de los árabes.

Usama era parte del ejército del califato abasí. Las batallas para dominar a Gao y conquistar terreno chino, habían sido sangrientas.

Estaba cansado. Débil. En tierras extrañas, de gente extraña, que hablaba lenguajes que él no entendía  y que adoraba a un dios ajeno. El frío penetraba hasta sus huesos. Usama solo había conocido el cálido clima de Arabia. Tenía heridas cortantes en la sien derecha, en el hombro izquierdo y en una de sus piernas.

La batalla del Talas fue un enfrentamiento que tuvo lugar de mayo a septiembre del año 751  a orillas del río Talas y al norte del río Sir Daria, en territorio del actual Kirguistán.  El combate enfrentó a los ejércitos árabes del Califato abbasí, comandados por Usama,  aliados con los turcos, comandados por  Ziyad ibn Salih.

El entendimiento entre los dos generales, Usama y Ziyad, había sido de tal magnitud, que la batalla finalizó con la victoria árabe-turca, lo que supuso el fin de la expansión china por Asia Central, región que se integró desde ese momento y de forma definitiva en la cultura islámica, solo 2.000 chinos sobrevivieron a la batalla. El marido de Tara, no estaba entre ellos. Había muerto en batalla, bajo la espada de Usama.

La fuerza de los árabes no está registrada en esta batalla, pero según fuentes chinas,  Usama comandaba 900 mil soldados.

Pero esa noche, estaba tan cansado... No se adaptaba a esas tierras lejanas, a esas personas con otras costumbres, devotos budistas. "¿Qué estoy haciendo aquí?", se dijo.

Solo un pensamiento turbaba el tan merecido descanso.  La mirada triste de aquel tibetano, luchando contra él, para el ejército chino, quien, sabiéndose morir bajo la espada de Usama, había pronunciado su nombre:  Tara, Tara, amor mío...

Capítulo Dos:  Usama

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Los abasíes basaban su pretensión al califato en su descendencia de Abbas ibn Abd al-Muttalib (566-652), uno de los tíos más jóvenes del profeta Mahoma. Muhammad ibn ‘Ali, bisnieto de Abbás, comenzó su campaña por el ascenso al poder de su familia en Persia.

La familia de Usama era desciende. Sus padres habían tenido tres hijos varones. Él era el menor. Fue el consentido de su madre. Empezó la carrera militar muy joven. El origen de su apellido le abrió puertas. No muchas. Todas.

A la corta edad de treinta años, ya comandaba un regimiento. No resultó extraño que lo nombraran, años después, Comandante en Jefe del Ejército Árabe que conquistaría Asia oriental. El Tíbet era el objetivo. Aunque estaba lejísimo de ser fanático, practicaba el Islám.

El periodo de la dinastía abasí fue de expansión y colonización.

Crearon una gran y brillante civilización. Creció el comercio, florecieron las ciudades. Se hicieron extraordinarias realizaciones en arquitectura y artes en general.

Bagdad fue un gran centro comercial.

Sus padres le habían elegido una muchacha de ojos almendrados, con un increíble cabello negro, hasta la cintura. Pertenecía a lo que su madre llamaba “excelente familia”.

Pero Usama no mostraba ningún interés. Afortunadamente, sus responsabilidades militares lo alejaron a tiempo.

Su vida había transcurrido rodeado de abundancia. Era alto, moreno de piel, más bien delgado.  Su peculiar postura erguida sobre el caballo, le daba prestancia.

Aunque había hecho de su vida, lo que había querido, sentía que algo faltaba. La vida militar ocupaba todo su tiempo. Pero no era suficiente.

Cuando esa noche, después de la batalla, sucumbiendo al sueño nocturno, recordó aquel soldado tibetano, que con su último aliento,  llamaba a Tara, , supo que su vida no estaba completa.

Sabía que aquellos combatientes provenían de una ciudad cercana, llamada Taraz.

Viajaría al día siguiente, a conocer ese  pueblo, ocupado y controlado por su ejército.

Y por fin se durmió. Pensando aquella frase … “Tara, Tara, amor mío…”

Capítulo Tres:  Tara, Tara, amor mío…

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El Imperio Tibetano había sucumbido bajo el poder de los chinos. En 747, la resistencia del Tíbet fue mermada por la campaña del general Gao Xianzhi, que intentó volver a abrir las comunicaciones directas entre Asia Central y Cachemira.

Pero el pueblo del Tíbet, aunque gobernado por sus vecinos, no abandonó sus costumbres, ni su cultura ni su religión.

Un dpon-chen («gran administrador»),  designado por el lama, conservó un grado de autonomía, manteniendo el poder administrativo.  Aunque el dominio militar era chino, ambas autoridades co-existían. Este dpon-chen, tenía una sola hija, bellísima, quien había sido prometida a una alta autoridad mongol. El casamiento salvaría las estructuras.

Ella se llamaba Tara.

Su educación estricta, tibetana, la había convertido en una mujer de una finura y delicadeza, llamativa. El mongol estaba feliz.

Ella estaba espantada.

La economía tibetana estaba dominada por una agricultura de subsistencia. Debido a la limitada tierra arable, la ocupación principal de la meseta del Tíbet era la cría de ganado, como ovejas, vacas, cabras, camellos, yaks, dzos y caballos.

La riqueza de la familia de Tara no era escasa, considerando la economía del lugar. Pero tampoco sobraba.  Armándose de un coraje inédito en ella, Tara escapó de su casa, ayudada por uno de los agricultores que trabajaban para su padre. La huida significaba deshonra. No volvió a saber de sus padres.  Rechazada por todos, siguió su camino hasta Taraz, siempre protegida por el fiel agricultor. Vivieron con extremada sencillez. Pero a Tara no le importó. Cualquier forma de vida era mejor que ser la esposa de aquel mongol.  La vida entre la muchacha y el agricultor, transcurría simple, sin sobre saltos. Tara le tenía genuino cariño. Le dispensaba su ternura.  Él, en cambio, la amaba con locura. Terminada la paz, el agricultor fue llamado por el ejército chino, para combatir contra los árabes. Él le tomó las manos y le dijo: -“Tara, Tara, amor mío…”- y la besó. Al verlo partir, uniformado, Tara sintió la angustiante desprotección de su ausencia.  Estaba sola.

Habían transcurrido dos meses. Pasaba horas mirando el camino. Esperando verlo llegar sano y salvo. Pero no lo vio.

Capítulo Cuatro:  El Rezo

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Con la ausencia  de noticias  y el paso inexorable del tiempo,  cada ocaso, Tara se sumergía más y más, en el marco religioso del budismo, que implicaba un estado de tranquilidad mental  absoluto.

Sus pensamientos lo imaginaban caminando hacia ella, sano y a salvo.

La quietud de su postura, su respiración apenas perceptible y su belleza, mostraban un cuadro de perfección.

-“Que venga el amor de mi vida”- se repetía una y otra vez.

Cada siete días, visitaba el monasterio, en lo alto de las montañas. Tranquilidad y quietud,  para el ruego cotidiano. Humildad infinita.

Esa mañana de septiembre de 751 d.c., despertó sobresaltada. Un bullicioso gemido popular de pena atroz, podía escucharse en todos los rincones de la ciudad. Habían traído a los soldados caídos.

Una gran confusión de soldados árabes y turcos, ocupaban Taraz.

Los cadáveres estaban envueltos en un género rústico. Depositados cuidadosamente en las calles de tierra. Solo se escuchaba el llanto desgarrador de madres y viudas, al reconocer los cuerpos.

Tara quedo inmóvil, aferrada al marco de la puerta. Sin poder mover un músculo.

El grupo de soldados, cansados, sangrientos, caminaban lento hacia ella.  Reconoció a uno de ellos.

No fue necesario. Lo supo. Su esposo había muerto en combate. Tendría que reconocer el cuerpo.

Con el propósito de mitigar su pena, uno de los soldados le contó la forma valerosa en la que había muerto su marido.

-“Se batió con el General”, le contaron a Tara, como si eso fuera una distinción reconfortante…

Y la sanidad de sus creencias religiosas se disipó en ese instante, convirtiéndola en un odio hambriento de venganza.  ¿Qué General?  ¿Quién sabía su nombre?

Lo mataría.

Fue caminando lenta, absorta en sus pensamientos, como en estado nirvana.

Se dejó conducir hasta el cuerpo. Y cayó de rodillas, llorándolo, sin advertir la figura a caballo, que la miraba atentamente.

Creyó que sus rezos no habían sido escuchados.

Pero se equivocaba.

Capítulo Cinco:   Enamorándose de Tara

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Quedó absorto por la belleza de Tara. La contemplaba con detenimiento, aprovechando el anonimato.

La vio sufrir por la muerte de su ser querido. Quiso correr a abrazarla, para reconfortarla. Pero siguió inmóvil, sobre su caballo.

Desde la colina, vio el entierro comunitario de los muertos en combate. -“Rituales extraños”-, pensó.  Con respeto, se abstuvo de intervenir.

La siguió con la mirada. Por fin supo dónde vivía.

Olvidó sus ganas de volver a su tierra natal. Quería verla de nuevo. Hacerla suya.

Se instaló en la mejor casa de la región, ocupándola. Controlaba un ejército de novecientos mil soldados. ¿ Cómo no iba a poder con una mujer sola? Impondría su autoridad, que le sobraba, sin duda.  La lealtad de tamaño ejército se conseguía de una sola manera: con la admiración de sus hombres.  Gozaba además, del respeto profundo de su par, el General turco que había ganado la batalla junto a él.

Tanto sus hombres como los lugareños, se inclinaban a su paso.

Sin embargo, cuando sus subalternos trajeron a Tara frente a él, forcejeando irritada,  solo pudo ver desprecio y odio en su mirada. No hubo un saludo respetuoso de parte de ella. Al contrario. Mantuvo su cabeza erguida de orgullo y  grandilocuencia.  Le sostenía la mirada fija, desafiándolo.

Podía doblegarla con facilidad. Pero no lo hizo. No lo quería de ese modo.

La conquistaría.

Hizo traer las pocas pertenencias de Tara y la mudó sin esperar su consentimiento.

Las nieves casi eternas ya se habían descongelado. El verano se anunciaba.

Pero Tara no había cambiado su actitud. Aunque vivían juntos, en la misma casa, la relación no había prosperado en absoluto.

Para un hombre acostumbrado a tenerlo todo, Tara representaba su único objetivo. La paciencia se estaba acabando. Lo que turbaba a Usama, no era solo la belleza de Tara. Era el olor de su piel, de su cabello… Era su olor. Nunca podía acercarse lo suficiente. Pero bastaba para sentirlo.

La ciudad, mientras tanto, preparaba la fiesta anual acostumbrada, tratando de superar las tristezas del pasado. Los yaks habían sido vestidos con correas tejidas multicolores.

Los adornos colgaban de las casas. Las calles estaban limpias y ordenadas. Las mujeres, vestidas con sus mejores galas, bailando al compás del  Cham,  una animada danza acompañada de música tocada por monjes usando instrumentos musicales tradicionales.

Estos bailes eran considerados como una forma de meditación y una ofrenda a los dioses. El líder del cham era siempre un músico, quien mantenía el compás usando algún instrumento de percusión como platillos.

Usama aprovecharía el festival para animar a Tara. Sería su último intento.

Luego vendría lo inevitable. La fuerza.

Su paciencia tenía un límite. Su hombría también.

Capítulo Seis:  El Ataque

Tara

El festival tibetano se llamaba Losar (festival del año nuevo).  Era una gran fuente de entretenimiento; incluían competencias tales como carreras de yak. Las comidas se servían al aire libre.

Aunque no entendía nada del significado del festival, se había esmerado por comprender las creencias religiosas. Estaba seguro de que lo acercarían a Tara.

Con gran sorpresa, le había quedado claro que Buda no era un dios, sino  un ser humano, quien,  tras convertirse en buda pasó a ser esencialmente algo más que un ser humano físico común;  estaba integrado en la realidad de una manera distinta y trascendente. Por vía de otras especulaciones filosóficas aparecían  otros marcos explicativos similares, como  “Matriz de la iluminación”.

Habiendo crecido con los preceptos del Islám, le había parecido dificilísimo considerar que [Buda] era una potencialidad inherente en todo ser vivo que podía ser despertada en el momento propicio.

No lo sintió como un conflicto en sus pensamientos. Más bien, lo entendió como algo que podía agregar a su vida, si mantenía su mente abierta. No traicionaba su religión. La enriquecía.

Por eso  llevó a Tara  al festival. Para entender.

La llevaba de la mano. Todo el poblado asumió lo obvio. Al paso de Usama, inclinaban la cabeza para ambos. Tara era ya reconocida como la esposa del General árabe.  Ella mantenía su cabeza erguida. Altanera.

Aunque disfrutó de la música y de la algarabía del Cham, no lo demostró. Su entrecejo fruncido era clara señal de su descontento.

Usama lo intentó todo ese día. Participó de la fiesta activamente, en señal de inclusión. Todos lo aceptaron. Menos Tara.

Caída la noche y de vuelta en su casa, Usama perdió el control. Actuando de la manera que sabía, la fuerza fue la protagonista de la noche. Triste para ambos.

Tara,  no pudiendo evitar lo inevitable, se quedó quieta, con su mente en otro lado, su alma dolorida y su orgullo quebrado, esperando paciente que todo terminara. Solo hubo algo incontenible:  sus lágrimas en silencio.

Usama dormía a su lado.

Tara se levantó lentamente y,  con el mayor de los sigilos, cubrió su desnudez con su vestido rojo y caminó descalza hasta la habitación contigua, donde el uniforme de Usama descansaba prolijo.

Sacó el machete de combate y lo levantó con ambas manos, para dejarlo caer sobre el cuello de Usama.

Él dormía profundamente. Cuando lo tuvo a su alcance, pudo escucharlo pronunciar su nombre, en sueños, ” Tara, Tara. Amor mío…”

No pudo encestar el mortal golpe. Su corazón palpitaba desmedidamente. Sus pensamientos estaban fuera de control. Y sobrevino la confusión. La gran confusión. Recordaba esa frase en boca del agricultor, antes de partir a combate.

Y ahora volvía a escucharla, de su opresor, el hombre que la tenía cautiva. ¿Acaso estaba soñando con ella?

La confusión la quebró en sollozos. Usama la estaba mirando, expectante. Podía ver su sable a poco centímetros de su cuello. Y a ella llorando desconsoladamente.

Con cuidado le quitó el machete. Y la abrazó. Durante toda la noche.

FIN