Cabral
Capítulo Uno: Esclava
Portugal llegó al territorio de Angola en 1483, a través del río Congo. Estableció en 1575 una colonia portuguesa en Luanda basada en la trata de esclavos. Los portugueses tomaron gradualmente el control de la franja costera a lo largo del siglo XVI, a través de una serie de tratados y guerras.
Ella había ido, junto al grupo de jóvenes, a recolectar frutos y semillas. Era bonita. Y lo sabía. Le gustaba gustar. Aunque era muy joven, ya había despertado el interés del Jefe de la tribu. No debían alejarse demasiado de la aldea. Los mayores eran estrictos con ese tema. Era sabido que, los desobedientes, eran atrapados por los extranjeros. No los volvían a ver.
Les temían. Los blancos eran capaces de doblegar a los fieros guerreros.
Naka era consciente del peligro, pero la lluvia tropical había dejado los frutos expuestos, fáciles de cosechar. La tierra estaba húmeda; el follaje de la selva reverdecía recién lavado. Era su hogar. Y lo disfrutaba.
No calculó la distancia. Hasta que fue tarde. Sintió un murmullo detrás y luego todo oscureció.
Cuando despertó, no pudo moverse. Estaba encadenada. Desconoció el lugar; las personas; los gritos; los golpes; las órdenes en aquellas extrañas palabras.
Sollozaba. Una voz conocida le habló con dulzura, reconfortándola. Era Zecama. Aunque no lograba verlo, lo reconoció. Tenía apenas un año más que ella.
Durmieron a la intemperie, solo interrumpidos por el chirriar de las cadenas. A la mañana siguiente, los pusieron en marcha. Caminaron en fila, durante tres días. No daba para desobedecer. Los látigos eran poderosos.
Esa tarde, llegaron a una playa, donde un barco los aguardaba.
El miedo, el dolor, la pena, eran transparentes en su mirada húmeda de llanto.
Ya había perdido la noción del tiempo; viajaban en el lugar más oscuro del barco, en condiciones inmundas.
Hasta que el suelo se aquietó. Así supo que habían llegado.
Uno a uno fueron expuestos en una especie de tarima, donde toda esa gente los revisaba y alzaban sus manos ofreciendo algo a cambio.
El señor de la fila de atrás, alzó su mano en su dirección. Más tarde sabría que era su amo, el estanciero Luis Cabral.
La subieron a una carreta y viajaron durante días. El trato había mejorado sustancialmente. Su amo le había permitido lavarse, en el camino, y la alimentaba regularmente.
Hasta que llegaron a destino. La estancia correntina era grande y muy hermosa. La casa principal la había dejado extasiada.
¡Extrañaba tanto!
Capítulo Dos: Soledad
Una nueva vida había comenzado. Sus días empezaban muy temprano, antes del amanecer. Un grupo solidario de esclavos como ella, le enseñaban sus tareas.
De noche se dormía llorando. Extrañaba su gente; la selva; su idioma; sus costumbres; su libertad.
Su mirada era desgarradora. A tal punto que la esposa del patrón, la mudó a la casa grande. Los quehaceres domésticos eran mucho más livianos que el trabajo del campo. La señora había llegado a encariñarse con ella. Le había regalado un pañuelo para cubrirse la cabeza, como era su costumbre. Y un anillo, que supo atesorar. La llamaban Carmen.
A pesar de los esfuerzos de la señora de la casa, Carmen era un alma en pena. Había adelgazado lastimosamente. Su belleza, esfumado. Le costó aprender el idioma. Tampoco fue fácil hacerse de amigos con el resto de los esclavos. Los demás no venían de Angola. Hablaban diferente. Estaba sola.
Inmensamente sola.
La vida no era precisamente pacífica. La estancia era sometida a constantes ataques de tribus guaraníes, quienes robaban ganado. Ella había aprendido a esconderse al sentir las campanadas de la capillita. Eran la señal de ataque.
La fertilidad de la buena tierra producía animales vacunos de una calidad envidiada por muchos. Sobre todo, por los "lugareños", quienes casi siempre salían heridos por las balas de las armas de la gente de la estancia.
Pero lograban su cometido.
Una mañana, Carmen caminaba a la vera del río, ancho, caudaloso pero poco profundo. La sorprendía el color del agua, tan poco cristalino.
Absorta en sus pensamientos, no advirtió la presencia frente a ella, detrás de un árbol, agazapado.
Capítulo Tres: Guaraní
Originariamente, el solar de los guaraníes estuvo en una zona circuncaribe, que supone la isla de Marajó, en la desembocadura del río Amazonas. Corridos por los avances de la colonización portuguesa, terminaron migrando hacia el sur.
Estas poblaciones habitaron las selvas tropicales situadas en las cuencas del alto Paraná, alto Uruguay y en las fronteras meridionales del altiplano brasileño. En la víspera de la llegada de los europeos, los guaraníes ocupaban las amplias selvas comprendidas entre los ríos Paraná, Miranda, Tiete, Uruguay, y sus afluentes, y amplios tramos de la costa sur de Brasil, localización que los llevó a ser el primer pueblo contactado por españoles y portugueses .
Utilizaban técnicas agrícolas que consistían en cultivos en medianas y pequeñas parcelas aptas para la producción del consumo personal (los kokue), raramente superiores a tres hectáreas. Los terrenos se limpiaban, si era necesario, con el uso del fuego, y se preparaban para plantar las semillas.
La pesca y la caza eran actividades importantes. Se practicaba la caza con arco y honda, o el uso de trampas, puestas especialmente alrededor de los cultivos. Las técnicas de pesca comprendían el arpón y la caña para la pesca individual, o el uso de redes y de una raíz con propiedades para aturdir a los peces, el Timbóu, en caso de pesca en grupo.
Pero los colonizadores cambiaron todo. Los guaraníes, forzados a la vida nómade, se habían convertido en ladrones de ganado.
Los Jesuitas los evangelizaron, tratando de contenerlos y terminar con el pillaje y la violencia.
José Jacinto había recibido ese nombre en su bautismo. Tenía un aspecto corpulento, una destreza y una fiereza propia de un guerrero.
Conocía la estancia. La había atacado, junto al malón, varias veces. El ganado robado era utilizado estrictamente para alimentar a la aldea.
Los odiaba. Los estancieros les habían quitado sus tierras.
Esa mañana, había ido hasta el río, a pescar.
Entonces, la vio. Y quedó sin aliento.
Capítulo Cuatro: Domingos
Tenía su delantal lleno de frutos rojos. Crecían en la costa húmeda. Recolectar frutos, hongos y semillas la animaban. La actividad le recordaba a sus tierras.
Había visto hongos creciendo debajo de los árboles. Se acercó al frondoso viraró pero lo que apareció sorpresivamente, no fue un hongo.
Fue José.
Sus miradas se encontraron. La aparición sorpresiva asustó a Carmen. Pero él dio un paso atrás, para tranquilizarla. Quedaron mirándose, sin hablar, por un momento.
Ella dio media vuelta y emprendió el regreso. Él quedó mirándola, sin entender qué le estaba pasando.
Carmen volvió confundida.
José, un aborigen guaraní.
Carmen, una esclava africana.
Nada podía pasar entre ellos.
¿Qué había sucedido bajo la copa del árbol?
Había pasado una semana, desde aquel encuentro. Para Carmen, los días eran todos iguales: tristes. Sin embargo, un brillo diferente embellecía sus ojos. Comenzó a pensar en el próximo domingo. Era el día de descanso, donde ella acostumbraba a pasear por la costa del río.
¿Acaso estaba pensando en volver a verlo?
Y ese día por fin llegó. Salió a caminar, hacia el río. Él estaba esperándola, junto al árbol. Ninguno de los dos hablaba bien el castellano. Pero no importó. Fue suficiente. Permanecieron juntos durante todo el día. José pescó el almuerzo. Carmen lo asó.
Tendidos sobre el pasto, bajo la copa del árbol, mantuvieron una conversación de pocas palabras. Balbucearon el idioma. Hubo más gestos que frases. Al caer la tarde, sintieron que ya no estaban solos.
Se tenían.
Fuera lo que fuera lo que estaba sucediendo era básico pero importante.
Se verían el próximo domingo.
Para despedirse, él solo le acarició las manos. Ella bajó la mirada y sonrió.
El tiempo pasó y ya no alcanzaron los domingos.
Capítulo Cinco: Enamorándose
Desde la llegada del verano, habían cambiado su lugar de encuentro. El calor era intenso y las palometas les impedían refrescarse en las aguas del río. El comportamientos de estos peces que, según los pescadores, no se pueden exterminar, es temible: perciben la sangre, por eso cuando una de ellas muerde a alguien es muy probable que las otras se acerquen para atacar a otros. Son considerados uno de los peces más agresivos y carnívoros de la fauna sudamericana. Además de la actitud, los dientes ayudan: son sumamente cortantes, por eso fue que los indígenas del Gran Chaco los utilizaban como cuchillas naturales.
Gozan de la peor reputación en los relatos populares, por ser feroces carnívoros que protagonizan numerosos relatos de ataques, que incluyen desde cortar la línea de un pescador, cortar las mallas y mutilar peces, hasta limpiar rápidamente un cuerpo que cae al agua.
Era suficiente motivo para pensar en aguas más seguras. José, varios domingos atrás, la había llevado a un lugar de ensueño. El agua dulce y fresca caía en cascada.
Ese atardecer, transcurridas varias horas de estar juntos, almorzando, mirándose, acariciándose, bañándose en la pequeña laguna, hubo que despedirse. Como siempre sucedía a esa hora del domingo.
Pero esta vez, no fue nada fácil. El cuerpo húmedo de José, tan ligero de ropas, saliendo del agua, y el vestido de Carmen, mojado, adherido a su esbeltez, hicieron la magia: por primera vez, él la besó apasionadamente, durante largo rato. Ella sintió, aturdida, su feminidad.
No querían separase.
Pero había que volver.
Se colgó de su cuello, y abrazándolo con fuerza, balbuceó en su oído, dulces palabras africanas que él no entendió. ( ¿O sí?).
Habían pasado tres días desde aquella despedida caliente.
Ella lo pensaba todo el tiempo, mientras trabajaba.
Él la pensaba todo el tiempo, mientras decidía.
Desde la tranquera hasta la casa principal, había un largo camino de tierra, marcado por dos filas de lapachos negros, quienes con sus ramas entrelazadas, formaban una bóveda frondosa.
Carmen entraba y salía de la casa, en su ajetreada mañana, cuando lo vio de lejos, acercándose por el camino. Casi no lo reconoce con ropas, las cuales, aunque humildes, lo hacían verse menos nativo.
Se puso nerviosa. No entendió.
Interceptado por el capataz y su personal de a caballo, José fue llevado ante el patrón. En su media lengua, le pidió trabajo. Los guaraníes pacíficos eran bienvenidos en las estancias.
Y así pudieron verse todos los atardeceres, al terminar la faena.
El amor fluía entre ellos, libremente. Sin pudores. José le enseñó con pasión. Ella aprendió cada movimiento, cada caricia, cada susurro. Se entendían solo ellos, en un idioma surgido espontáneamente, con palabras afroguaraníes con algún complemento español.
Sus encuentros amorosos ya no eran esporádicos.
Se supo en la estancia que eran marido y mujer.
Nadie se sorprendió cuando el vientre de Carmen creció.
Capítulo Seis: Juan Bautista
José se había transformado en un trabajador muy apreciado. La cercana llegada de su hijo, lo había cambiado todo para él.
Las tres hijas del patrón, de entre cinco a doce años, amaban a su nana. Carmen se había sabido ganar el cariño de la familia. Ocupaba un lugar de privilegio, en la casa, con respecto a los otros esclavos.
Mientras tu vientre crecía, cada vez tenía menos responsabilidades que cumplir. La señora había echo bajar el baúl con la ropita de sus hijas. Aunque muy usadas, eran todo lo que el bebé necesitaría.
A pesar de la esclavitud, había armonía en Carmen.
La familia que había formado y que la hacía feliz, era, sobre todo, atípica: de madre esclava-africana, de padre aborigen-guaraní, su hijo sería zambo. Habría que quererlo mucho más. De forma especial.
Ese amanecer, despertó con un grito de dolor. Parecía que su cuerpo se estaba desmembrando.
Enseguida sintió los brazos de José, confortándola. A pesar de la humildad y estrechez de la choza, al poco rato estaba abrumadamente poblada: mientras Carmen gemía de dolor, ya estaban a su lado, Panamá, la experta viejecita que había traído al mundo, a todos los hijos de esclavos de la estancia, y Xnema, otra esclava negra, que ayudaba en el parto. Pasadas las horas, habían llegados la señora y el patrón. Para el mediodía, en la estancia, a tres kilómetros de Saladas, al oeste de la provincia de Corrientes, y, en medio de gritos agónicos de dolor, conoció el mundo Juan Bautista.
Corría el 1789.
Al día siguiente, Juan fue bautizado por el sacerdote Jesuita del lugar. Sus piececitos fueron marcados como esclavo.
Los comienzos fueron fáciles para Juan. Tenía tres años y todavía buscaba a su madre, varias veces al día, para mamar de su pecho. El resto de la jornada, era jugar y jugar. Veía poco a su padre. Para cuando regresaba del campo, Juan ya estaba durmiéndose.
Pero la niñez transcurría sin mayores sobresaltos.
Hasta que cumplió diez años.
Algo pasó después.
Capítulo Siete: El Asesinato
La cabaña era humilde, pero ubicada junto a las otras casas de los esclavos, a la vera del río, en plena selva mesopotámica.
La vida transcurría sencilla y, aunque Carmen y Juan, de tres años, caminaban todos los días, al amanecer, como dos kilómetros, hasta el casco de la Estancia, lo hacían felices. Ella lo llevaba tomado de la mano, tarareando una canción africana que él nunca olvidó. La voz de su madre era dulce, como la melodía.
José partía cotidianamente, aún antes que ellos, antes del amanecer, hacia el campo. La actividad principal de la Estancia era la del ganado vacuno; pero él trabajaba en las plantaciones de yerba mate. Aunque no olvidaba sus orígenes guaraníes, había aprendido a integrarse a la cultura del hombre blanco. José no era esclavo. Percibía una paga que, aunque magra, alcanzaba para cubrir las necesidades de su familia. El amor por su hijo y la pasión siempre joven, por su mujer, Carmen, hacía que aquel sacrificio diario, valiera la pena.
Lo único que lo volvía salvaje, era el capataz. Era una persona no digna, ensañado con José a causa de Carmen. La belleza de su mujer se había convertido en un verdadero problema. El temperamento sumiso y asustadizo de ella no ayudaban en nada.
El capataz hacía de los días de José, un infierno; notable, a los ojos de los demás.
Era lo único que le recordaba su sangre salvaje. Hervía en sus venas . Tantas veces había deseado matarlo. Tantas veces se contuvo. No podía perder a Carmen. Ella era todo para él. Habría que resistir. O esperar la oportunidad...
Las tareas domésticas de Carmen, la llevaban a hacer el mismo camino todas las mañanas, junto a Juan Bautista. Inevitablemente, aparecía el capataz, a caballo. Se apeaba, solo para molestarla. Le susurraba al oído. La tocaba. La intimidaba.
Juan Bautista, a pesar de su corta edad, sentía que algo no andaba bien, por la tensión de la mano de su madre. No lo soltaba. Sollozaba. No se defendía. El amor que le tenía a su marido, le hacían tolerar esas vejaciones. Estaba absolutamente segura que, sobrevivir sin resistirse, era la única forma de proteger a su José. Quería evitarle problemas. El capataz manipulaba la situación, consciente del ejercicio de su poder.
Carmen y José se amaban intensamente. Se defendían. Se protegían.
Hasta que un día llegó la fatídica fiesta. Era de noche. Más de ochenta invitados en la casa grande. Carmen iba y venía, atareada. Juan Bautista dormía sobre dos sillas, en la gran y transitada cocina, esperando el regreso.
Bien entrada la madrugada, Carmen por fin terminó sus tareas y, alzando a su hijo dormido, emprendió el regreso a casa. Oscuro y frío, no vio la figura que la seguía en el solitario camino.
El capataz la alcanzó y logró reducirla. Tirado encima de ella, pudo controlarla con facilidad. Ella gritaba sollozando, suplicando que la dejara. Juan Bautista, ya despierto, lloraba junto a su madre, sin entender.
Tampoco entendió, cuando detrás de los matorrales, una figura conocida surgió de la nada, con un hacha en sus manos. Un golpe seco pudo escucharse en el silencio de la noche. Las cigarras dejaron de cantar. Todo se detuvo.
Arrastrando el cuerpo muerto, llegaron hasta el río.
Volvieron los tres a su cabaña. Nadie volvió a hablar del asunto.
Pero días después, la policía llegó.
Fotografía de Luis López
Capítulo Ocho: La Cueva
La policía investigó la misteriosa desaparición del capataz, por varias semanas. Todo el personal fue cuestionado. Pero centraron sus sospechas en los empleados libres. Los esclavos no tenían ni las herramientas, ni la astucia, ni el temperamento necesario, dijeron...
José, aunque libre, fue "opinado" como esclavo, por su cercanía familiar. Después de unas pocas preguntas, no volvió a ser molestado.
Nunca se resolvió la desaparición del capataz.
La familia volvió a sus costumbres domingueras. Iban a la cueva, de picnic. Su lugar preferido.
Carmen llevaba una canasta con el almuerzo, José probaba su caña de pesca (a veces con suerte) y Juan Bautista era inmensamente feliz: por lo poco profundas de las aguas del arroyo, le permitían bañarse y chapotear hasta el atardecer.
Luego de algunos tiros con la caña simple, de la que colgaba una lombriz del extremo, José volvía a los brazos de su amada.
Sin perder de vista a Juan Bautista, ellos permanecían juntos, recostados en el pasto, abrazados, amándose. Nunca faltaba una flor silvestre, para Carmen, con un "te amo", de los labios de José.
La simpleza de esos domingos lo eran todo para ellos. Pero el tiempo pasó. Juan Bautista creció. Y las cosas cambiaron.
A la corta edad de diez años, Juan fue separado de su madre, y llevado a los corrales. Le tocaba llenar los bebederos de agua, traer el heno para alimentar al ganado, y mantener limpio de heces, el lugar.
Después de todo, era un esclavo.
El sonar de las campanas, le indicaban que el almuerzo estaba listo. Sentadito sobre un fardo de heno, comía lo que le daban. Al atardecer, como podía, arrastrando sus piececitos, por el cansancio, tomaba el largo camino de regreso a casa, donde su madre lo esperaba angustiada y su padre, enojado. De a poco, la sangre salvaje de José, volvía. Se sentía impotente, frente a la situación de su hijo. Los niños guaraníes crecían libres en la pradera. A su hijo, en cambio, le había sido arrebatada la niñez.
Si algo le había enseñado la vida, era que, para tener éxito, había que esperar el momento oportuno.
Tendría que hacer algún plan, con respecto a Juan Bautista. Así como estaban las cosas, no imaginaba un buen futuro.
Habría que pensar en algo...
Fotografía de Spirit111
Capítulo Nueve: Adolescente
Juan Bautista, al nacer, le había dado sentido a su vida. José trabajaba desde el amanecer hasta caída la noche. La paga, aunque mísera, era guardada casi por completo. La idea de comprar la libertad de su hijo, lo obsesionaba. Le daba fuerzas cuando sus manos sangraban de ampollas y heridas. El patrón lo había "ascendido", con el tiempo; era bien merecido. Aunque la paga era la misma, la responsabilidad era mucho mayor. Ahora también controlaba la plantación de tabaco.
Su hijo Juan, no llevaba su apellido. Era costumbre que los hijos de esclavos, portaran el apellido del amo; por lo que el nombre completo era Juan Bautista Cabral.
El muchacho fue creciendo a fuerza de trabajo y monotonía. Salvo el amor de sus padres, quienes le prodigaban toda su atención, lo demás era soledad y tristeza.
Lo demostraba cada atardecer, al terminar la faena, cuando, en vez de partir de regreso al hogar, se encaminaba a "su árbol", como él lo llamaba. En el bolsillo de sus raídos pantalones, guardaba su tesoro más preciado: una pequeña armónica, que sonaba desafinada.
Sentado con su espalda recostada sobre el tronco grueso, y debajo de la copa que en verano era frondosa, pasaba largas horas de pensamientos absortos, con no más compañía que sus melodías.
Quería algo mejor para su vida. Pero tenía solo quince años. Tendría que esperar.
Una mañana, mientras trabajaba en los corrales, vio llegar a lo lejos, el carruaje de la estancia. Aunque el casco del campo estaba bastante lejos de él, pudo distinguir, sin embargo, la gran algarabía. ¿Quién vendría llegando?
Su juventud le impidió contenerse; y marchó agazapado entre el follaje, para descubrir la figurita femenina de aquella niña agraciada que bajaba contenta para saltar a los brazos de su padre. Era Elizabeth, la hija mayor del patrón. Casi no la había reconocido. Ya era toda una mujercita.
Juan la miró extasiado. Su belleza y su finura lo dejaron encandilado.
A partir de ese día, luego de su acostumbrado y solitario descanso bajo el árbol, partía corriendo hacia la casa grande, solo para verla pasar.
Ella nunca lo registró.
Y el tiempo pasó.
Ya era un hombre. Triste. Siempre estaba triste. No trabajaba más en los corrales. Arreaba el ganado desde Corrientes a Buenos Aires, junto a una docena de jinetes criollos, hasta el puerto.
El viaje era largo, cansador y agitado. Pero le permitía salir de la estancia, conocer otros parajes y sobre todo, a Buenos Aires, la capital del país.
Un día volvería para quedarse, se prometió.
Fotografía de Aakash Sethi
Capítulo Diez: La muerte
Había llegado el gran día. José, luego de veintitrés largos, esforzados y sacrificados años, había logrado juntar el dinero necesario para liberar a Juan Bautista, su único hijo. Aunque sabía que significaba su partida inminente, José estaba muy feliz. Carmen también. Tal como era la costumbre, la libertad fue anunciada al sonar de las campanas de la capilla de la Estancia. Todo el mundo festejó. No faltaron abrazos ni palmadas de afecto. Corría el año 1812.
Lo vieron alejarse esa mañana de invierno, caminando hasta perderse en la neblina matutina. Atravesaría toda la provincia Corrientes, la de Entre Ríos y el norte de Buenos Aires, hasta llegar a la Capital. Se había incorporado al ejército en un contingente reclutado por el gobernador de Corrientes, Toribio de Luzuriaga. Ingresó en 1812, al segundo escuadrón del recién creado Regimiento de Granaderos a Caballo.
Su diligencia y capacidad de mando le granjearon galones de cabo, para diciembre de ese año. Y sobrevino lo peor.
El Combate de San Lorenzo fue un enfrentamiento armado que ocurrió el 3 de febrero de 1813, junto al Convento de San Carlos Borromeo situado en la actual localidad de San Lorenzo de la provincia de Santa Fe, en el que las fuerzas independentistas rioplatenses (argentinas) sorprendieron y vencieron a las españolas (realistas).
Fue el único combate en territorio argentino que libraron tanto el Regimiento de Granaderos a Caballo como su creador, el entonces coronel José de San Martín.
A poco de comenzada la refriega, cuando el fuego enemigo derribó al caballo de San Martín y aprisionó a éste debajo del animal, Juan Bautista, desafiando la tropa enemiga, que se aproximaba cargando con bayonetas, desmontó y protegió con su cuerpo al coronel, ayudándolo a incorporarse, demostrando así, su valentía y honor.
Resultó gravemente herido en la acción. No murió en el campo de batalla, sino en el refectorio del vecino convento de San Lorenzo, utilizado como hospital de campaña tras el enfrentamiento.
El grado de sargento le fue concedido post mortem, en mérito a su arrojo en la batalla, a pesar de que es sabido que no existía en la época tal reconocimiento.
Yaciendo en su lecho de muerte y, aferrado a la mano del General, dijo sus últimas palabras:
"Muero contento, mi General, hemos cagado a estos mierdas."
FIN