Coral
Es la historia de Thomas, quien deja Wall Street, en la búsqueda de arrecifes de coral.
Fotografía de theodysseyonline.com
Capítulo Uno: ¿Suicidio? ¿Really?
Harto de su vida newyorkina, Thomas subió hasta la azotea, del piso ochenta, donde trabajaba. Necesitaba pensar. El trabajo bursátil de Wall Street había ocupado el cien por ciento de sus días, desde la universidad, siete años antes. Peinaba treinta y largos. Se sentó en el borde, con las piernas colgando, a pensar. La vista de la gran cuidad, desde allí, era magnífica.
Había conseguido una buena calidad de vida. Vivía en un departamento amplio y, aunque sin lujos, no le faltaba nada. Tenía amigos, para los fines de semana. Y amigas con beneficio, para despuntar el vicio, a quienes conquistaba sobre todo, con el Porche.
Pero no era feliz. El estrés lo estaba llevando a un lugar caliente y desagradable. ¿cómo le llaman? A sí ! Infierno.
Sentado allí arriba, a plena luz del mediodía, tenía que tomar una decisión. Su mente le jugaba una mala pasada: estaba absolutamente en blanco. Ninguna idea llegaba. No era fácil: después de todo, ¿qué más sabía, en la vida, además de finanzas?
Una hora después, el sol incendiaba su cabeza, y Thomas seguía pensando que más sabía hacer.
Dos horas después, las sirenas interrumpieron sus tribulaciones. Miró cuidadosamente hacia abajo, para no perder el equilibrio, y a poco de observar, descubrió que toda la multitud en la calle, lo miraba. Dos dotaciones de bomberos, y la policía abriendo la puerta de la terraza, lo trajeron a la realidad.
Lo sometieron entre tres. Lo tiraron boca abajo y le pusieron algo así como una camisa de fuerza.
Durmió como un bebé, hasta el día siguiente, en la habitación 23, del Urgent Care Clinic, gracias al somnífero para un elefante que le inyectaron al llegar.
Despertó finalmente. Un rostro preocupado estaba junto a él. Era el Dr. Patterson, psiquiatra.
Bastó media hora para entender la confusión: habían creído que se había querido suicidar.
Eso no era cierto!!!
(¿O sí?)
El Dr. Patterson tuvo mucho que ver con el descubrimiento. Lo que Thomas sabía hacer además de finanzas, era bucear.
Fotografía de Pixabay
Capítulo Dos: Bahamas
Lo más difícil sería desprenderse del departamento. Invirtió muchas horas de trabajo, ahí. Pero luego de dos meses de terapia con el Dr. Patterson, la decisión estaba tomada. Dejaría esa alocada vida y, a través del buceo, viajaría por el mundo. La sola idea lo tenía excitado.
Para algo le había servido la responsabilidad y el ahínco en su trabajo: la cartera de clientes era muy importante, y le eran leales.
Una conexión trajo la otra, hasta que consiguió una entrevista en la National Geographic. El dinero del departamento le alcanzaba, no solo para comprar todo el equipamiento fotográfico submarino que le exigían para darle el trabajo, sino para vivir por lo menos un año. Luego, vendría el producto del nuevo trabajo.
El Ceo le preguntó a qué área quería dedicarse y Thomas no tuvo que pensarlo. Siempre había sido aficionado al estudio del comportamiento de los arrecifes de coral.
Su propuesta fue aceptada. Ahora, tocaba elegir el primer lugar a visitar: prefirió uno cercano, por las dudas. Las Bahamas sonaban ideales para el debut.
En una de las reuniones de la Geo, conoció a su Equipo: Jean y Francisco, más tres ayudantes que variarían en cada viaje.. El grupo simpatizó enseguida. Jean era de California, de edad madura. Él aportaría toda su experiencia en la profesión. Francisco, el más joven de los tres, era un mejicano macanudo, entendido timonel.
Firmados los contratos pertinentes, Thomas fue a comprar su equipo fotográfico subacuático.
Adquirió la última tecnología. Pasó esas dos semanas que faltaban para partir, estudiando los manuales. Tanta sofisticación lo había obligado a estudiar.
El bote neumático, para ocho personas, con sonar y motor de 200 hp, eran propiedad de la Geo.
Traje de neoprene y equipo de buceo, no faltaban. Thomas siempre había mantenido actualizado su equipo.
Habían acordado la forma de trabajo: una vez a la semana, Thomas haría entregas de filmaciones y fotografías que luego serían editadas en N.Y., en la Geo.
Todo estaba listo. Partirían en el vuelo de la medianoche, del miércoles. Directo a Nassau, la capital.
Una nueva vida estaba por comenzar.
Capítulo Tres: Inmersión
La cabaña era modesta pero grande y extremadamente bien ubicada: en la playa. No había que bajar escaleras, ni caminar por escolleras. Abrías la puerta-ventana de la sala, y pisabas la arena. Allí vivirían Jean, Francisco y Thomas. Los otros tres ayudantes eran lugareños.
Se prepararon para la primer inmersión. El bote neumático era nuevo. El equipamiento era de lo mejor. Atrás había quedado la histeria y los ataques de pánico de Thomas. A pesar de que había pasado sólo el primer día, aquella otra vida parecía tan distante!
No había tiempo de llegar hasta el arrecife. Ese primer día, se les había hecho corto. Sería un "reconocimiento del lugar". Francisco los llevó a unos mil metros de la costa, y Jean y Thomas se hundieron en la profundidad cristalina.
Y empezó el silencio. La paz. La felicidad. La belleza por doquier.
Solo interrumpido por el sonar de las burbujas de su propia respiración, disfrutó con plenitud. Abstraído por tanta belleza, no advirtió las señas de su compañero de aventuras.
Jean estaba abajo, profundo, sobre la arena del fondo, filmando. Thomas, en cambio, bastante lejos de él, estaba absorto con la infinita claridad del agua, y los peces tropicales multicolores, pero los anaranjados, llamaban toda su atención.
No vio a Jean que, enloquecidamente, se había desprendido de su cámara, dejándola caer, para hacerle señas con ambos brazos.
Thomas, en cambio, más cerca de la superficie que del fondo, vio sorprendido las palas de los remos que Francisco agitaba frenético, desde el bote.
Muchos años de New York y demasiado tiempo de confinamiento entre paredes de cemento, lo habían puesto lento. Peligrosamente lento.
Hasta que, finalmente, se dio vuelta y lo vio, a menos de un metro.
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Capítulo Cuatro: Arrecife
Se le vino encima. Solo atinó a resguardar su rostro con la cámara, que, sumado a la lente, lograba distanciarlo unos centímetros. Thomas estaba tan aterrado que no movió un músculo. Fue el propio animal, que, encandilado por los flashes intermitentes que disparaba sin cesar el dedo incontrolable, se golpió la nariz y huyó despavorido hacia el fondo.
La experiencia con el tiburón meritaba una subida. Francisco pudo ver toda la escena desde el bote. Jean, desde el fondo.
La excitación del grupo los hacía hablar a los gritos; vociferaban todos a la vez, interrumpiéndose.
Qué comienzo!
A la mañana siguiente, partieron temprano hacia el arrecife. Los seis.
La experiencia del día anterior lo había vuelto menos novato: esta vez bajaría con arpón. El día era sumamente caluroso. Ausencia total de brisa marina. Sol perpendicular. Perfecto para tiburones.
La pregunta simple de Thomas había despertado una franca discusión en el grupo, arriba del bote. Cada uno defendía con vehemencia su postura. Había dos opiniones:
- la fama de asesino macabro del tiburón era infundada
- el tiburón era un animal violento y mortal
Thomas escuchó con cautela y, con escasez de fundamentos, prefirió quedarse con la segunda: ante cualquier proximidad, atacaría con su arpón.
Tomó su cámara con la izquierda, y su arma con la derecha. Desde el borde del bote, se inclinó hacia atrás, para hundirse con el envión, en las aguas calmas del Caribe.
Luego de los primeros tres metros y, terminadas las burbujas que emanaban de su tanque de oxigeno, se dejó llevar por la gravedad de su propio peso, hacia las profundidades.
Jean venía detrás, filmando la cristalinidad.
El fondo de arenas muy blancas estaba quieto. Y entonces lo vieron: a escasos diez metros desde donde estaban, el arrecife de coral se extendía majestuoso portando una belleza increíble. La destreza del mejicano, los había llevado al lugar indicado.
Maravillado con la hermosura multicolor, apenas si pudo dominar el flujo sanguíneo que bombeaba su corazón. Solo sentía paz, quietud y libertad.
Inmerso en esas sensaciones, no la vio venir.
Mejor dicho, no los vio venir.
Jean gesticulaba desaforado. Pero el estado de nirvana, dejó indefenso a Thomas. Hasta que fue tarde. Sintió un dolor desgarrador en su pierna izquierda advirtiendo su propia sangre trepar por su muslo. Un enorme tiburón estaba aferrado a él. Con un impulso cargado de una violencia que no sabía que tenía, ensartó su arpón en la nariz del animal, quien lo soltó de inmediato.
Pero la sangre atrajo a un grupo de tiburones que salieron de la nada y que nadaban a su alrededor, en una danza frenética.
La llegada de los tres lugareños quienes sin tanques, solo con snorquels, ocurrió a tiempo para rescatar a los dos buzos de las profundidades.
Pudieron subir a Thomas al bote. Afortunadamente, no faltaba músculo. Pero los orificios de los dientes atravesaban toda la pantorrilla. Los tendones cortados le impedían caminar.
Terminaron en el hospital.
La nueva vida no había empezado nada bien.
Pero alguien estaba por llegar.
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Capítulo Cinco: Alexandra
Era bellísima.
Desde muy temprana edad, había descubierto su vocación. Fue el motivo por el cual, sus padres no se sorprendieron cuando a la corta edad de diez y ocho años, decidió estudiar biología marina, al otro lado del planeta.
Islandia la había visto nacer. Su familia, típica clase media, era de costumbres conservadoras. Alexandra la escandalizó cuando anunció que la habían aceptado en Griffith University. No porque fuera una institución mediocre. (Todo lo contrario). El asunto es que estaba en Australia.
Encontró fuerte resistencia en sus padres, quienes se valieron de todo, para disuadirla.
Pero la verdad es que no alcanzaban los argumentos: Alexandra se lo había ganado. Fruto de su esfuerzo, había conseguido una beca completa.
Griffith University se especializaba en crear programas de investigación notables que contribuían significativamente a la sociedad. Y eso exactamente era lo que había atraído a Ale. Más allá de sus fuertes y determinantes inclinaciones hacia la biología marina, ella era activista defensora del planeta.
Luego de vivir con más de cincuenta mil estudiantes, de más de ciento treinta países, terminó la carrera en tiempo récord.
Aunque tuvo tentadoras ofertas de trabajo, para desilusión absoluta de sus padres, fue reclutada por Greenpeace.
Recibida de trotamundos, boyaba de un lugar a otro, sin comodidades, sin planes, sin hogar aparente.
Pero feliz. Inmensamente feliz.
Había dejado la lucha en Japón, en defensa de la matanza indiscriminada de los delfines, por una nueva misión: el peligro inminente que amenazaba la desaparición paulatina del coral. Su vasta experiencia en el tema había tenido lugar dos años atrás, cuando la enviaron a investigar las amenazas medioambientales que estaba sufriendo la Gran Barrera de Coral, en Australia.
Alexandra lideraba un equipo de una veintena de científicos experimentados.
Resultó todo un éxito. Descubrieron que la baja calidad del agua, los pesticidas, las fluctuaciones de la salinidad, la pesca y el transporte marítimo, con derrames de petróleo, eran las causales.
Su experiencia era necesaria en otros rumbos.
Debería investigar. Lugar asignado: Las Bahamas.
El grupo de activistas haría campamento en Nassau, la capital.
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Capítulo Seis: El placer de sumergirse juntos
Thomas por fin había sido dado de alta. Pero solo del hospital. Debería convalecer dos semanas más en reposo, hasta sanar completamente. Luego podría volver a sumergirse para fotografiar el arrecife.
El grupo se había reintegrado a las tareas profesionales. Tanto Jean como el resto, volvían al mar, todos los días, para hacer las tomas adecuadas, aprovechando el buen clima.
Thomas, mientras tanto, permanecía aburridísimo, en la cabaña.
Ese mediodía, un tumulto en la playa había llamado su atención. Pudo ver toda la escena, desde cerca: un grupo de activistas de Greenpeace peleaba bajo protesta, con el gobierno local, quien recientemente había aprobado unos permisos de tránsito naval de buques petroleros, de paso hacia Panamá. El circo mediático le había dado un tinte pintoresco a la playa, que estaba más poblada que nunca.
Abrumado por el intenso calor del mediodía, Thomas perdía el interés, cuando, a punto de regresar al interior de la vivienda, la vio.
Es que sobresalía en la multitud. Su bronceado contrastaba con la diminuta bikini amarilla. El brazalete verde de Greenpeace era lo único que adornaba su cuerpo casi desnudo.
Thomas encaró por la playa, con bastón y renguera. Convengamos que, a su manera, también se hacía notar.
Alexandra lo observó sin desviarle la mirada, hasta que Thomas llegó a su lado, y, en un acto de desfachatez escandalosa, él le dijo al oído: "¿Nos vamos?"
No pudo más que reconocer, con una sonrisa, la osadía. Lo siguió hasta la cabaña, donde permanecieron hasta el atardecer, conociéndose.
Algo se estaba gestando.
Fueron interrumpidos por la llegada del grupo de Thomas, quienes sorprendidos por la inesperada visita, actuaron con total naturalidad, saliendo de la cabaña tan rápido como entraron, de manera de dejarlos solos. Hombres...
Thomas cocinó para ella. Cenaron en la playa. Los temas surgían espontáneamente. Uno tras otro. La amalgama era notable.
Ella lo visitó todos los días, esperando el final del reposo.
Ese día partieron solos, en el bote, hacia alta mar. Thomas tenía que recuperar el tiempo perdido en su trabajo. Ale simplemente lo acompañaría.
Nadaron profundo, al compás, sintiendo el placer de estar juntos.
Foto de www.losandes.com.ar
Capítulo Siete: Cada vez más profundo
Había que recuperar el tiempo perdido. Thomas se sumergía temprano, y fotografiaba el suelo marino. El resto del grupo lo asistía con esmero: las luces, el mini-submarino, cables, arpones... Cada inmersión debía tenerlo todo.
Thomas no sacaba fotos: creaba. Su arte lo hacía ser respetado y obedecido por el resto. Incluso por Alexandra. Era la más sorprendida. La verdad era que su personalidad independiente, su carácter firme y su seguridad en sí misma, la convertían en todo menos dócil. Pero momento a momento, se auto-descubría obedeciendo las indicaciones de Thomas. Lo admiraba.
Y algo más.
La cuestión es que ella aprovechaba a trabajar mientras tanto. Él buscaba las mejores tomas; ella estudiaba detenidamente al coral. Con instrumentos quirúrgicos y una suavidad experta, Ale recogía muestras sin dañar. Ascendía lentamente, llevando su preciosa carga hasta el bote neumático; y bajaba con movimientos tan femeninos que nadie podía evitar mirarla acercarse.
Usaba unas patas de rana larguísimas, que evocaban la imagen de una sirena.
Ale ascendía y descendía lenta, grácil, bella, siempre volviendo al lado de Thomas. La escena recordaba a un niño correteando y jugando cerca de su madre, sin perderla de vista.
Al atardecer volvían cansados, pero sintiendo el dulce sabor del deber cumplido.
Después de la cena, siempre encontraban un lugar apartado donde poder amarse sin tapujos, igual como en las profundidades, moviéndose al compás, suave, lento, profundamente.
Pero esa tarde, al volver, encontraron al grupo activista esperando a Alexandra en la playa, para avisarle que partían al amanecer, hacia la Antártida. La noticia los sacudió: ella y Thomas se cruzaron miradas inquietas. No querían separarse.
No podían.
Foto desde Arturo Bullard
Capítulo Ocho: La relación se enfrió
Esa noche hicieron el amor de una manera tan diferente! No hubo lujuria, ni pasión desenfrenada. Solo ternura, necesidad, angustia. La separación del día siguiente, los había llevado a un nivel nuevo para ellos. No habían sido conscientes de lo que significaban el uno para el otro.
No querían que la noche terminara. Thomas había recurrido el cuerpo perfecto de Ale, una y otra vez. Ella trataba, sin conseguirlo, de reconfortarlo con dulces y casi imperceptibles, palabras al oído.
El amanecer los encontró abrazados.
Era momento de partir.
El enorme barco de Greenpeace esperaba a cinco kilómetros de la costa. Alexandra cargó todo su equipo y se besaron una vez más, sin importarles el público. La esperaban los pingüinos emperadores, con un problema que diezmaba la población, en la Antártida.
La pesca industrial de peces como el diablillo antártico y crustáceos, principal alimentación de los emperadores, como las enfermedades y la destrucción de su hábitat, estaban haciendo peligrar la especie.
A poco de zarpar, Ale ya lo extrañaba desesperadamente. Por primera vez, se planteó su vida.
Esos primeros días de navegación se hicieron interminables. Para peor, a la altura de las costas argentinas, el clima cambió. Un frío intenso penetraba hasta sus huesos. Se sintió sola.
Se llamaban todas las noches. Largas conversaciones donde no faltaban los te amo, te extraño, volvé.
El panorama que encontraron al llegar a la península Antártica, fue desolador. Había tanto por hacer.
Las protestas al gobierno noruego por la pesca indiscriminada, los reclamos al gobierno argentino que no ponía límites más severos, más el tratamiento médico a las aves enfermas (producto de la mala alimentación), tenían ocupada a Alexandra intensamente.
A pesar de extrañarlo tanto, esos tres meses se le habían pasado volando. Trataba de no pensar en el hecho de que Thomas había partido hacia la barrera australiana de coral.
Para él, no había sido nada fácil tampoco. Estaban en extremos opuestos del planeta. Tenía que verla.
Ya no aguantaba más.
FOTO: Pedro Armestre / Greenpeace
Capítulo Nueve: La excusa
El grupo podía ver su tristeza. La ausencia de Alexandra se adivinaba en el andar agobiado de Thomas. Ya no era el mismo. El trabajo fotográfico en la Barrera de Coral de Australia, seguía siendo magnífico. Pero no lo gozaba.
La Nat Geo estaba muy satisfecho con las ganancias que provenían del trabajo de Thom. Al punto que la renovación del contrato había sido suculentamente provechosa.
Se había ganando el respeto de todos, en New York. Su opinión valía. Por eso cuando expuso su idea, el grupo de trabajo (sus amigos Jean y Francisco) no se sorprendió de que la Nat Geo aceptara y financiara semejante locura.
Thomas, loco por verla, tuvo que pensar una excusa: les propuso unir a National Geographic con Greenpeace en una causa común. Invitarían a un reconocido compositor y pianista italiano, quien, sobre un témpano, interpretaría una pieza. Él sacaría la foto.
Así fue como Thomas volvió a Ale. Apenas hubo llegado al barco, él pudo verla venir corriendo desde la cubierta, hasta sus brazos abiertos. No importó la nevisca. No importó el gentío. No importó el frío. No importó nada. Solo se fundieron en un abrazo interminable.
Entre una Organización y la otra, se habían juntado cerca de trescientas personas. El proyecto era dantesco. Thomas estaba a cargo. Los preparativos hacían que el tránsito del gentío fuera ajetreado. Hasta que todo estuvo finalmente listo. Todos esperaban a Thom. Pero, dónde estaba? Nadie lo había visto.
Las ventanas del pequeño camarote de Alexandra estaban tan empañadas que no dejaban ver la intensa actividad del barco.
Eran uno solo. Una y otra vez.
Una y otra vez.
Un golpecito discreto a la puerta anunció la necesidad de aparecer en cubierta. Todos, afuera, esperaban impacientes.
Thomas apareció con su equipo de última tecnología. Buscó el témpano adecuado. Lograron bajar el piano de cola y al famoso compositor quien, sin poder disimular el terror que sentía de caer en las aguas heladas, hizo sonreír a más de uno.
Thomas daba órdenes claras, precisas. Todo estaba en orden. Según lo planeado.
Buscó el ángulo.
Bajó del barco; se instaló en la plataforma hecha para el fin, y esperó el momento de la creación.
Su foto dio la vuelta al mundo. Una vez más, la perfección del arte.
Al terminar el día, todos estaban agotados y maltrechos. Pero felices del deber cumplido. El clima empezaba a empeorar. El capitán emprendía la retirada. Si no lo hacían ya, quedarían atrapados en el mar helado.
Afuera nevaba. Las aguas congeladas por el intenso frío.
La temperatura del camarote, en cambio, volvió a subir. Durante toda la noche. La sed era insaciable.
Lo último que se escuchó esa noche, antes de quedarse extenuadamente dormidos, fue un te amo.
Foto de Christian Coloumbe
Capítulo Diez: Compartiendo el oxígeno
El barco de Greenpeace los dejó en costas argentinas. A pesar de todos los ruegos de sus compañeros de lucha, Alexandra había decidido tomarse unos meses para reorganizar su vida junto a Thomas.
Él había pedido lo mismo. El éxito de su foto, había sido planetario. La Geo accedió sin inconvenientes a dejarlo en paz por un tiempito.
Después de mucho pensarlo, eligieron Maui. Es una isla del archipiélago de las islas Hawái. Compraron una cabaña en la playa y gozaron de una luna de miel de tres meses, dedicados al surf, al buceo y amarse intensamente, conociendo cada centímetro del cuerpo del otro.
Esa tarde, desprovisto de testigos, solo con ellos mismos, se casaron a su modo; cada uno hizo un voto que ambos juraron cumplir. El de Alexandra era: "sin secretos, sin mentiras".
El de Thomas, "ser uno solo, sin dejar de ser ellos mismos".
-"Acepto"- dijo uno.
-"Acepto" dijo el otro.
Thomas no había dejado su otra pasión: la fotografía. Solo que esta vez, sacaba una sola modelo.
El día, soleado, calmo y diáfano había convertido el agua marina en un líquido tan pero tan cristalino, que todos los habitantes oceánicos podían verse sin dificultad. Inclusive el grupo de rayas gigantescas, que parecían divertidas con la presencia de los dos. Y Thomas sacó la foto, que otra vez, en una increíble muestra de su genialidad, dio vuelta el mundo.
Tenían tantas pasiones en común, que los votos se habían convertido en algo real. Tanto, que compartían absolutamente todo. Hasta el oxígeno. Si ! Aventureros y enamorados habían descubierto una nueva manera de divertirse: se sumergían con un solo tanque y compartían el regulador de boca en boca, cambiando cada un minuto.
Pasión por el buceo; por el surf; por la naturaleza; por la defensa del medioambiente; por el cuerpo del otro... Hacían el amor cada día; cada noche. De la misma forma que buceaban: movimientos lentos, al compás, suaves y profundos.
El surf era la nueva diversión. El aprendizaje les había llevado más de lo calculado; pero se habían divertido tanto !
FIN
Foto de Pinterest