Cuestión de piel

Capítulo Uno: La cabaña

Después de 1802, los comerciantes de pieles y exploradores estadounidenses fueron los primeros hombres blancos en llegar a las Montañas Rocosas.  Uno de ellos fue William Henry Ashley.

En 1822, Ashley fundó la Compañía de Pieles de las Montañas Rocosas («Rocky Mountain Fur Company») y publicó un famoso anuncio en los periódicos de San Luis, buscando un centenar de:

«[...] jóvenes emprendedores... para remontar el río Misuri hasta su origen, donde serán empleados por uno, dos o tres años.

Uno de estos jóvenes emprendedores fue Matthew Jefferson,  quien aprendió el oficio de trampero con cierta facilidad. Aunque se consideraba un cazador libre e independiente, dependía económicamente de la Compañía.

Cazaba principalmente castores. Las ganancias lo sorprendieron.  Decidió entonces establecerse. Construyó una cabaña a orillas del lago, con la intención de quedarse para siempre.

Exploraba, cazaba y prosperaba. Pero la soledad comenzó a sentirse.

Vestía un gorro de piel de mapache. Los fríos eran intensos. Los días, crudos.

A cambio de tabaco  y otros suministros, había conseguido la confianza de la tribu de amerindios, asentados cerca de su cabaña.  Ser amigo de los nativos era imprescindible para subsistir.

La vida de un hombre de montaña era dura. En verano,  Matthew buscaba animales de peletería, pero esperaba hasta el otoño para establecer sus líneas de trampas. Los inviernos podían ser brutales, con fuertes tormentas de nieve y temperaturas extremadamente bajas.

El primer año, visitaba la aldea aborigen para mantener las buenas relaciones y  sobrevivir .

Pero a medida que el tiempo pasaba, los visitaba solo para estar entre seres humanos.

En la última visita, la vio.


Capítulo Dos:  Mathiew

Había nacido en Virginia, pero a temprana edad, se había trasladado a St. Genevieve en lo que entonces se llamaba la Luisiana, la cual había sido comprada por los Estados Unidos a Francia en 1803. Esa tierra, más tarde conocida como Misuri, se convirtió en el hogar de  Mathiew durante la mayoría de su vida adulta.

La compra de Luisiana fue una transacción comercial mediante la cual Napoleón Bonaparte, entonces Primer Cónsul francés, vendió a Estados Unidos en 1803,  2.144.476 km²  de posesiones francesas en América del Norte a un precio de alrededor de 3 centavos por acre (7 centavos por ha); un precio total de 15 millones de dólares.

La compra era importante para la presidencia de Thomas Jefferson, (mismo apellido que Mathiew), que se enfrentó a cierta resistencia interna a la compra. Aunque existían dudas acerca de la constitucionalidad de la adquisición del territorio, decidió comprar Luisiana porque no le gustaba la idea de que Francia y España tuvieran el poder de bloquear el acceso de comerciantes estadounidenses al puerto de Nueva Orleans.

La cuestión es que, habiendo agregado tamaño territorio, ahora había que poblarlo.

Nació  así el auge del oro, la plata y las pieles. Y la llegada de los inmigrantes.

Mathiew vio ahí la oportunidad de irse de su casa, cansado del maltrato paterno, de la pasividad de su madre y de la pobreza que causaba una familia con ocho hijos. Él era el mayor. Nunca pudo olvidar la violencia de su padre alcohólico. La había pasado muy mal.

Los recuerdos de esos años le impidieron dormir en paz, hasta que llegó a las Montañas Rocosas, correspondiendo al anuncio en el periódico. Mathiew tenía ambiciones.

Llegó sin un peso.

Partió en caravana de jinetes, con el resto de emprendedores. Y aprendió el oficio, de un experto trampero, que llevaba años viviendo en aquellos apartados lugares.

Las ansias de prosperidad y su implacable persistencia, lo hicieron gozar de buenas ganancias. Quiso ser independiente.

En la quietud de su cabaña y, apreciando el olor a pino que emanaba de los leños prendidos que la calefaccionaban, sintió por primera vez que su vida comenzaba a tener sentido.

Solo tenía que solucionar un asunto: estaba solo.


Capítulo Tres:  Dakota

La llegada del otoño era inminente.

A pesar de los años transcurridos y el cariño que sentía por Nayeli, la única hija del jefe de la tribu de amerindios, Emily (Dakota) nunca se sintió parte. Aunque era muy pequeña cuando ocurrió, lo recordaba todo.

Los primeros colonos que llegaron a la región, fueron atacados ferozmente por los nativos. Los regimientos del ejército, dispersos, no eran suficiente protección.

Los padres de Emily, junto a sus hermanos y sus abuelos, habían sido masacrados delante de sus ojos. Ella, escondida por su madre, no había sido encontrada. Hasta que no pudo con  su llanto. Tenía seis años. Aquel musculoso hombre, pelilargo, con su cara extrañamente pintada, la levantó de un solo tirón, acomodándola en su caballo. Lloró todo el camino.

El poblado le era completamente extraño. Solo la consoló la niña que la abrazaba, llamándola Dakota.  Tenían la misma edad.

El Gran Jefe de la tribu no tenía hijos varones. Solo a Nayeli.  La niña representaba para él, todo. Eran sus ojos. Así que, cuando vio el cariño que sentía por Emily, el Jefe la crió como otra hija. A las dos por igual. Todos la llamaron Dakota(amiga). Era su nuevo nombre.

Pero Emily, aunque en silencio,  nunca olvidó su origen.

Solo en verano y otoño, Emily veía hombres blancos en la aldea. Eran tramperos. Socializaban en paz. Ellos traían regalos y otros suministros y la tribu los recibía con gusto.

Durante el verano, había visto a aquel trampero, joven, de unos veinte años. Ella todavía no los tenía.  Aunque vino varias veces, Emily solo lo veía de lejos. Eran reuniones de hombres.

Muy pronto llegaría el otoño. Los tramperos saldrían a buscar los diques y los árboles roídos. Allí pondrían sus trampas.

Lo vería otra vez?


Capítulo Cuatro:  La trampa

Durante el verano, Mathiew cazaba y pescaba. En el otoño ponía las trampas para los castores. En el invierno, sobrevivía.

Estos animales eran conocidos por su habilidad natural para construir diques en ríos y arroyos, y sus hogares —llamados castoreras— en los estanques, se formaban a causa del bloqueo del dique en la corriente de agua. Para la edificación de estas estructuras, utilizaban principalmente los troncos de los árboles que derribaban con sus poderosos incisivos.

Mathiew no solo comerciaba su piel, sino también el  castóreo, una secreción de las glándulas anales del castor, olorosa y oleosa, que el animal usaba para acicalar su pelaje. Dicha sustancia era de interés en perfumería, debido a su capacidad de fijar y dotar de matices a las fragancias.

El castóreo, se utilizaba también para tratar diferentes síntomas como dolores de cabeza, fiebre e histerias… Además, se lo usaba en los alimentos, para darle cierto sabor parecido a la vainilla.  Era también utilizado para aumentar el sabor y el olor de los cigarros.

Nunca faltaban las fantasías folklóricas como los apicultores que  lo utilizaban para aumentar la producción de miel…

La gran mayoría de los tramperos no duraban. Las inclemencias del clima y la escasez paulatina de los castores, producto de la sobre explotación, hacían que cada mes hubiera menos competencia para Mathiew y por lo tanto, más ganancias. No era suerte. Era un hombre tenaz y sobre todo, muy inteligente. No dejaba de observar y aprender de la naturaleza.

Había descubierto que el efecto de la captura de una pareja reproductora, por ejemplo,  causaba una interrupción en la población de castores en el arroyo que tardaba años en recuperarse hasta que la región volvía a generar sus existencias de árboles y nuevos castores migrantes restablecieran las antiguas poblaciones.

Cuidaba el ecosistema. Cuidaba su futuro. Todo iba bien.

Salvo una cuestión sin resolver:  su extrema y añosa soledad.


Capítulo Cinco: La Boda de Nayeli

Había llegado el otoño. Mathiew trabajaba sin descanso poniendo las trampas. Señalaba prolijo en el mapa, para poder hallarlas luego. Llevaban su marca. Inconfundibles.

De oficio leñador, Adam Demon, era lo más próximo a un amigo, para Mathiew. Lo veía dos a tres veces al año. Le traía provisiones de las ciudades más cercanas y sobre todo, noticias, que lo ayudaban a mantenerse razonablemente actualizado.

Con la excusa del tabaco recién traído por Adam, Mathiew visitaría la aldea. Y la vería. Por fin la vería.

¡Qué ganas tenía!

Esa mañana, emprendió el viaje rumbo al poblado nativo.  A medida que se acercaba, iba notando el bullicio festivo. Llegó al mediodía. Justo para la boda. La aldea estaba vestida de algarabía. Sus fogones encendidos asando ciervos y jabalíes, listones de colores sobre las viviendas de cuero, la música al compás de las maracas y los tambores de agua, todo indicaba fiesta.

Los jóvenes, al reconocerlo, corrieron a su encuentro, curiosos por los regalos que el visitante traía. La boda era de  Nayeli. Su padre había elegido a su favorito, Koda, el guerrero más valiente de la tribu, para  su hija.  Mathiew fue invitado a la fiesta. Sentado con sus piernas en cruz, buscó con la mirada a esa joven tan especial para él.

Pero no la encontraba.

Seguía las conversaciones ruidosas de todos, aceptando la comida que le traían sin cesar. Hasta que apareció la novia. Y entonces, la vio.

Emily caminaba lento, junto a Nayeli. Ambas llevaban una corona de flores sobre el cabello.

Mathiew pudo verla, por fin, detalladamente. Emily no era muy agraciada. Pero había algo en ella que lo hacía estremecer.

Emi continuaba con la mirada baja. Parecía timidez. ¿O era tristeza lo que se advertía?

Hasta que llegaron al lado del gran Jefe y de Koda, junto a él. Emily abrazó a Nayeli y se corrió prudente hacia un costado. La boda continuó hasta el amanecer. La música embriagaba el bosque y el resplandor de las fogatas iluminaban el oscuro cielo.

Durante todo ese tiempo, Mathiew no la perdió de vista. Ella iba y venía, ocupada, atendiendo sus deberes, callada, con esa mirada que no miraba nada.

Cada vez que se acercaba, Mathiew aceleraba sus latidos, impaciente. Hasta que llegó el esperado momento: sus miradas se encontraron.

Caída la noche y terminada la fiesta, fue llevado a la vivienda de los solteros, donde durmió apacible.

A la mañana siguiente, ante la inevitable partida, el gran Jefe lo invitó a la próxima boda, que sería muy pronto.

Con una sospecha fatal, Mathiew preguntó  quién se casaba. Y la respuesta fue:

-“¡Dakota!”-


Capítulo Seis:  Leñador

Los tramperos como Mathiew, no eran los únicos en aquellas remotas regiones.

Los leñadores realizaban un trabajo difícil y peligroso.  Utilizaban hachas y sierras largas y flexibles conocidas como “látigo de la miseria.”  Estas últimas eran muy útiles pero de poca vida: no había forma de mantenerlas afiladas.

Para mover los troncos talados de un lugar a otro, necesitaban cuerdas y derrapes. Una vez apilados los troncos, los leñadores como Adam, usaban carros tirados por bueyes, para trasladar la carga hasta la orilla del río, donde los hacían flotar hasta los aserraderos. Sobre el agua y, en perfecto equilibrio,  corriente abajo, solo había que mantenerlos en orden.

Generalmente, los leñadores trabajaban en grupo. No era el caso de Adam. Él también trabajaba solo, como Mathiew. Ese era suficiente motivo para ser amigos. O algo así.

Se veían poco. Adam, a diferencia del trampero, tenía una familia que lo esperaba en una de las ciudades cercanas.  Trabajaba en las montañas durante el verano y el otoño y descansaba en compañía de su esposa e hijos, durante la época invernal. La primavera se aprovechaba solo al final. Hasta ese tiempo, los bosques estaban congelados.

Esa mañana,  Ryko, el fiel compañero de Adam, ladrando con estridencia, anunciaba el arribo a la cabaña.  Mathiew se puso contento. Después de todo, la noticia del casamiento de Emily, lo había dejado insoportablemente triste.  Esa muchacha había ganado su corazón.

Luego de escuchar la corta historia amorosa de su amigo, Adam intentó animarlo. Le contó todas las comidillas de los poblados cercanos. Las alteraba un poco, adicionándoles un toque de gracia, solo para conseguir entretenerlo.

Mathiew, que adivinaba sus buenas intenciones, disfrutó de la jornada. Era un descanso para el alma.

La amistad para ellos dos, no por superficial, era menos intensa. Era simple. Ninguno esperaba grandes actitudes del otro. Solo se trataba de gentil compañía.

La conversación era espaciada. Frases cortas. Pero el valor de la presencia, lo era todo. Nada obligaba a Adam a visitar a Mathiew. No era precisamente que pasaba por ahí y se detuvo a saludar… Era todo un gesto de compañerismo y humanidad.

Mathiew también aportaba lo sucio. En el confort rústico pero cálido de su cabaña, le ofrecía todo lo que tenía. La cuestión era compartir.

Adam había logrado animarlo. Ninguna boda podría celebrase en invierno. Mathiew tenía tiempo para pensar en algo.

Extraña amistad la de ellos. Pero valiosa.


Capítulo Siete: La desesperación

El invierno había llegado. El bosque quedaba con poco movimiento. Con más de un metro de nieve caída y las aguas congeladas del lago, solo se escuchaban los arroyos que caían a gran velocidad. Pocos animales eran vistos. Algunos invernaban, otros simplemente se refugiaban.

Mathiew tenía suficientes alimentos acopiados, por lo que no deambulaba innecesariamente. Solo lo imprescindible.

Esa mañana lo despertaron los relinchos quejosos de caballos aproximándose. Saltó de la cama, subiéndose los tirantes de su ropa, y espió por la ventana empañada.

No podía creer lo que veía. Con la manga de su brazo derecho, se apuró a limpiar el vidrio en círculo. Para confirmar.

Al frente venía Chayanne, el hijo mayor del Jefe Yana (oso). Ambos pertenecían a una de las cinco tribus que formaban  la nación de amerindios nativos de la región. Todos gobernados por el Gran Jefe, padre adoptivo de Emily.

Mathiew estaba sorprendido de verlos. No solo porque el grupo de jinetes era numeroso, sino por lo extraño de transitar las montañas en esa época. Los animales, aunque diestros por lugareños, se enterraban completamente, dificultando así el andar. Los indios no los montaban. Caminaban a su lado. Era demasiado peso para los caballos.

Los hombres iban vestidos con gruesas ropas de pieles. El calzado, de piel de mapache, era convenientemente impermeabilizado  con aceite de castor. El Jefe Yana, además, portaba una imponente piel de oso pardo que lo hacía ver más grande de lo que en verdad era.

Al ver el humo de la chimenea, aminoraron el paso para saludar a Mathiew, quien salió a su encuentro sin dudar.

De sus bocas emanaba el vapor que el frío intenso provocaba al hablar, convirtiendo la conversación entre ellos, en una fotografía peculiar.

Pero la alegría le duró poco. Supo que iban rumbo a la aldea de Emily, invitados por el gran Jefe. Chayanne iba a conocer a su novia. Le llevaba regalos de todo tipo. Quería impresionarla bien. Después de todo, era una de las dos hijas del Gran Jefe.

Con desesperación inadvertida, Mathiew preguntó si habría boda pronto. Chayanne contestó:

-“No todavía, no todavía”.-

Había esperanzas…


Capítulo Ocho:  La Aparición

Ya habían pasado dos meses desde la visita de Chayanne y su gente. Lo que más inquietaba a Mathiew era que no habían regresado. ¿Habrían vuelto por otro camino?  ¿O se habían quedado en la aldea?

La primavera ya estaba encima. Aunque las neviscas habían cesado, las bajas temperaturas seguían intensas. El sol se mostraba tibio. Su calor no alcanzaba a descongelar el bosque.

Había tomado mucho gusto por las armas. Su última adquisición lo llenaba de orgullo. Se había comprado un fusil “de aguja” Dreyse, de cerrojo accionado manualmente que revolucionó el mundo de las armas de fuego y colaboró eficazmente en el triunfo de los prusianos en su guerra contra daneses y austríacos, más tarde.

Otra característica era su cartucho, que integraba todos los elementos que en las armas de avancarga estaban separados: cápsula fulminante, carga de pólvora y proyectil.

Esa mañana, luego de aceitarlo con dedicación, tomó su fusil, decidido a cazar sus primeras presas, luego del letargo invernal.

Su alma pura y naturalista, lo hacía tomar todas las precauciones necesarias para no herir a una hembra preñada. Eran tiempos de alumbramientos.

Caminaba sigilosamente, para no ser advertido por su presa, semi agachado. Se había adentrado en el bosque profundo cuando escuchó el quebrar de una rama. De inmediato se agachó y se quedó quieto. Apenas si respiraba. Preparó su fusil, lo apoyó sobre su hombre derecho y afinó la puntería. Fue entonces cuando la vio.

Emily corría sin advertir la presencia del trampero. Su nariz enrojecida y sus ojos húmedos indicaban el frío intenso primaveral.  Ella miraba para atrás con la desesperación del perseguido. Huía.

Mathiew quiso salir de su escondite e ir en su búsqueda. Pero un sonido peculiar lo detuvo. A los lejos, los histéricos perros rastreando las huellas de Emily, lo obligaron a recapacitar. Tendría que urgir un plan. Estaba claro que su amada estaba huyendo de la aldea.

Por lo pronto, el instinto lo superó. Ya pensaría en algo. Ahora lo único que quería era alcanzarla.  Corría el riesgo de que Emily, confundida por el miedo, lo viera y escapara aún más rápido, alejándose.

No fue así. Cuando ella lo vio, cambió el rumbo de su huída en dirección a Mathiew. Nada se dijeron. No fue necesario. Él, tomándola de la mano, la condujo frenéticamente hacia el arroyo. Caminaron por el curso del agua, que corría tumultuosa por el lento deshielo de los picos de las montañas, hacia el lago, en el valle, donde estaba su casa. Hasta que los ladridos dejaron de escucharse.

Llegaron a la cabaña, por el arroyo, mojados hasta la cintura, tiritando de frío, pero juntos.

Había que pensar un plan. Esconder a Emily en su casa, no era buena idea. Ahí sería el primer lugar donde buscarían.


Capítulo Nueve:  Escondida

Pasaron la noche en la cabaña, para recuperar el calor del cuerpo. Estabilizarlo.

La casa de troncos de Adam estaba vacía. Él no volvería hasta el final de la primavera. Podrían ir en canoa por el lago. El riesgo era alto. Los verían desde cualquier lugar.

Era preferible volver a remontar el arroyo. Pronto estaría todo descongelado.

Prepararon las provisiones para el viaje,  en silencio. Y partieron.

Mathiew caminaba con cautela y sigilo. Llevaba su fusil, colgado de la correa de cuero. Emily obedecía todo lo que él indicaba. Pocas palabras.

Cuando hubieron subido lo suficiente, dejaron el arroyo, rumbo a la cabaña del leñador.

Dos noches y tres días les tomó llegar. Ella sabía que la dejaría sola, en ese inhóspito lugar. Era la única forma de no ser encontrada. Tenía miedo.

En esa última cena, Mathiew, previendo su partida al día siguiente,  por fin se animó a preguntar.  Su padre adoptivo la casaría  con el guerrero de la tribu vecina. Había soportado su vida hasta allí. Ya no más. El silencio de él, escuchando, la animó a contar su historia. Recordaba la muerte de su familia. El palpitar de su corazón, mientras esperaba escondida.  El terror del encuentro con la cara pintada, que la tomó del cuero cabelludo hasta sentarla sobre el caballo. Ella, niñita,  lloraba histéricamente.

Mientras Emily hablaba, Mathiew abría su corazón cada vez más. La dulzura de sus modos y su extrema feminidad, lo emborracharon de amor.

Amanecía. El trampero estaba listo. Le enseñó lo básico, de su fusil.  Se puso detrás de ella, y mientras le indicaba cómo cargar el arma, entre sus brazos, Mathiew pudo sentir el roce de su cuerpo menudo. Y templó.

Le dejó su fusil. La abrazó. Le prometió volver con provisiones en dos semanas. Y partió dejándola sola. No había otra manera. La última mirada de Emily, viéndolo alejarse, lo persiguió todo el trayecto de vuelta. Esos ojos no dijeron nada. O lo dijeron todo.

Caminó arroyo abajo, con ritmo constante, sin descansar, dos días.  Borraba sus huellas, cuidadosamente.

Hasta que llegó a su cabaña. Estaban todos ahí. Esperándolo.


Capítulo Diez:  Sospechado

Cuando Mathiew llegó a la cabaña, pudo contar no menos de veinte guerreros esperándolo. Reconoció hombres de ambas tribus. Caballos y perros rastreadores, completaban el cuadro.

Chayanne, el hijo mayor del Jefe Yana (oso), era el gran ofendido en esta parte de la historia.  Tanto el Gran Jefe Sahale (halcón) como Koda, estaban incómodos con la situación.  El desprecio que significaba la huida de Dakota (Emily), no era un tema menor.

Todos preguntaban a la vez, con los brazos en alto, amenazantes, acusadores. El griterío invadía la paz nocturna. Marzo terminaba. Todos alterados. Ninguno veía la aurora boreal instalándose en el fondo celestial.

Una eyección de partículas solares cargadas con radiación  danzaba en el firmamento, provocando un espectáculo inusual. Había comenzado con forma de un arco aislado, muy alargado, incrementando su brillo de a poco. Colores muy diversos cambiaban rápidamente.

El espectro electromagnético tornaba del verde/amarillo al rojo/morado,  bailando.

De repente la totalidad del cielo pareció llenarse de bandas, espirales y rayos de luz que temblaban y se movían rápidamente por el horizonte.

Pero nadie notaba el cielo.

Solo miradas acusadoras para Mathiew, quien, con vehemencia, trataba de explicar que no había visto a Dakota y que no sabía nada de ella.

No quedaron convencidos.

Armaron un par de tiendas para cada uno de los jefes, y el resto, se acomodó a la intemperie, para pasar la noche. Mathiew durmió en su cabaña, intranquilo.

El campamento alrededor de la casa del trampero duró varios días. Hasta que, no habiendo alternativa ni pruebas en su contra, partieron.

Con un miedo paralizante, Mathiew presenció la discusión entre Chayanne y Koda con respecto al camino a seguir. ¿Subir por el arroyo y buscarla en lo alto de las montañas? , ¿o seguir por el camino del lago, hacia la pradera? ¿Qué haría un pensamiento de mujer?

Tuvo que disimular el alivio, al verlos partir hacia el camino lacustre.

Esperaría unos días, por precaución. Y luego volvería a remontar el arroyo.

Por fin dejaría de estar solo.

Fin