Eclipse
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Capítulo Uno: ¿Caballero?
Catalina había ido, una vez más, a pasar el sábado a la casa de Edith y Ernesto. Ella adoraba las tardes de los fines de semana de verano, tomando sol, al lado de la enorme piscina. Edith la quería como a una hija. La que nunca pude tener. Después del traumático nacimiento de Alejandro, supo que nunca más podría volver a tener hijos.
La extrema belleza de Catalina, secretaria privada de Ernesto, no sembraba absolutamente ninguna desconfianza en Edith. Conocía a la perfección, los valores de la joven. Nunca tuvo ninguna duda sobre Cata y la relación con su marido. Confiaba en la joven secretaria, al punto de quererla tanto!
La llamaba por lo menos una vez al día. Como si fuera su madre. Catalina, con la paciencia propia del cariño, la atendía y escuchaba, cada vez. Los viernes llegaba lo habitual: Edith le recordaba que la esperaba para pasar juntas la tarde del sábado, en la piscina, y a la noche, a salir!. Ernesto no era muy afecto a los conciertos de la filarmónica. Le esquivaba todo lo que podía. Pero Edith lo solucionaba enseguida. Adoraba salir con Catalina. Para ella, en cambio, no era el mejor de los planes. Pero lo disimulaba bien. Ernesto las dejaba en el teatro y las pasaba a buscar al término de la noche.
Edith disfrutaba de todas las miradas masculinas que atrapaba Cata. Luego del teatro, a cenar! Se contaban todo. Hasta que la noche avanzaba y llegaba Ernesto.
A él le pasaba algo similar. Cata estaba muy lejos de ser solo su secretaria. Como presidente del directorio, y socio mayoritario, Ernesto compartía con ella todos sus secretos comerciales. La fidelidad de la joven, no se ponía en dudas. Trabajaban todo el día. Clientes, proveedores y empleados, sabían perfectamente, que había que llevarse bien con Catalina.
Ese lunes a la mañana, Cata llegó apurada, por el retraso. Encaró la gran puerta giratoria de la entrada del edificio, pero un extraño impidió su paso. Ella lo enfrentó contrariada. ¿Qué clase de hombre era tan poco caballero? A él le importaron muy poco, las quejas de Catalina. Con una cara pétrea de pocos amigos, avanzó primero, rumbo al ascensor.
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Capítulo Dos: Fiera salvaje
Irritada por la falta de educación, Catalina lo siguió con la mirada, mientras el extraño llegaba al ascensor, acompañado por aquel corpulento joven, quien empujaba la silla de ruedas, en silencio, obedeciendo las órdenes malhumoradas de su jefe.
Catalina, molesta todavía por el maltrato recibido, apuró su paso para alcanzar el ascensor, con toda la intención de desahogarse. Y lo hizo. ¡Vaya, si lo hizo! Como todos los ascensores de los grandes edificios, en éste entraban varias personas. Sin importarle la presencia del resto, Cata arremetió contra el mal-educado. Se sintió con la ventaja de pelearlo desde arriba. Y lo disfrutó. Le reclamó su falta de caballerosidad en la puerta principal. Las damas, ¿no iban primero? Sin perder una pizca de feminidad, Cata le habló de forma implacable, irónica, burlona.
El desconocido, en cambio, se limitó a ignorarla hasta el final de la alocución histérica de Cata. Simplemente la miró y le contestó: "¿Acaso no ves que estoy en silla de ruedas?"- dijo con el rostro enrojecido de furia. Y continuó : " ¿No leés, por todos lados, que las personas con capacidades diferentes, tienen prioridad ? Perdón, ¿ vos sabés leer? ".
Catalina, a estas alturas, encerrada en un ascensor, lleno de gente, con este arrogante desconocido que la seguía insultando y menospreciando, se sintió una fiera salvaje.
Su cerebro inteligente, pensó a velocidad de la luz, la respuesta. Y en el momento en que tomaba aire, envalentonada, para responder, se abrieron las puertas del ascensor.
Y para su sorpresa, los dos iban al mismo piso.
No entendió. Catalina sabía perfectamente que el piso 23, era solo para el Directorio. No accedía nadie sin un pase especial.
¿Quién era este maldito engreído y soberbio mal-educado?
Capítulo Tres: Conociéndose
Catalina salió muy contrariada del ascensor, directo a su oficina, que quedaba justo antes de la de su jefe. El desconocido la seguía. Hasta que vio venir a Ernesto, sonriente, hacia su dirección.
"Qué contento está de verme esta mañana!"-pensó Cata.
Hasta que advirtió que esa sonrisa no era para ella.
"Hola, hijo. ¡Qué alegría! ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Dos años?" - preguntó Ernesto abrazando a su hijo afectuosamente.
Catalina quedó atónita. Por supuesto que sabía de la existencia de Alejandro. Y conocía su triste historia. Pero nunca se habían conocido.
A Ale le pasó lo mismo. Siempre supo de Cata. ¡Su madre solo hablaba de ella, cada vez que lo llamaba!
Ernesto, aunque no entendió, distinguió la rareza del ambiente. Y se apuró a presentarlos.
Alejandro, lejísimo de aflojar su mal trato, la miró con dureza y dijo:
-"Pueda ser que ahora que sabés quién soy, me pidas una disculpa."-
A lo que Cata respondió:
-"Para nada. Solo veo a un hombre hostil. Poco importa si está sentado. "-
Y pegó media vuelta, haciéndose escuchar con sus tacones, hasta que estuvo en su escritorio, sentada sin mirar atrás.
Ernesto no entendía nada. Sin embargo, pudo adivinar la rara expresión de su hijo, que había dejado de ser adusta. Extrañamente, parecía haberle agradado la cruda respuesta de Catalina.
Juntos entraron a la oficina de Ernesto, a ponerse al día. La puerta estaba cerrada. Cata no podía escuchar lo que hablaban, aunque, en varias ocasiones, creyó escuchar su nombre.
Promediando el mediodía, Catalina había olvidado los sucesos de esa mañana, por completo, debido a la apretadísima agenda que la mantuvo a las corridas.
Hasta que la llamó Ernesto, a su despacho, y la invitó a almorzar con ellos. Cata pudo sentir la mirada escrutiñadora de Ale, que la recorrió de la cabeza a los pies. Tanto, que logró ponerla incómoda. Una vez más.
Se negó, con una excusa cualquiera, que ninguno creyó.
Fue entonces cuando, sorpresivamente, Alejandro le dijo:
-"Si no podés ahora, entonces te paso a buscar esta noche a las nueve. " -
Y no esperando una respuesta, simplemente hizo rodar su silla dejándola desorientada, y sin palabras, lo cual era bastante difícil.
Los dos hombres partieron a almorzar, conversando alegremente, mientras Cata quedó intentando resolver el acertijo:
-"Qué diablos pasó aquí?"-
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Capítulo Cuatro: Eclipse
Durante la tarde, Alejandro se había instalado en la mansión, para la alegría incontenible de sus padres. No se animaban a preguntar, pero todo indicaba que se quedaría por unos días.
Lo vieron arreglarse para su cita. Todo estaba saliendo según lo planeado: gozosos de la alegría que Catalina había llevado a sus vidas, Ernesto y Edith habían soñado con que la joven y Alejandro se enamoraran, algún día. Querían desesperadamente, que su hijo saliera del aislamiento auto-impuesto, que lo mantenía en esa depresión aletargada. Vivía en la estancia que tenían en la cordillera, a mil quinientos kilómetros de la ciudad donde residían, en total soledad.
Habían pasado cinco años desde el accidente. Pero Alejandro no parecía querer volver a la vida.
¡Le habían insistido tanto, para que viniera a pasar unos días con ellos! La intención era presentarlos. Desde luego, ni Cata ni Alejandro, sabían nada.
Al verlo arreglarse para la cita de esa noche, albergaban esperanzas, en silencio.
Hasta que sonó el teléfono. Era Catalina, quien claramente, le avisaba a Alejandro, que no estaría disponible.
Ale no pudo disimular.
Al día siguiente y, durante el resto de la semana, la joven pareja pasó largas horas evitándose, en la oficina. Las pocas veces que era inevitable encontrarse, Alejandro era particularmente agresivo con ella. Un odio profundo crecía en el corazón femenino.
En cambio, en el de Alejandro, sucedían muchas cosas. Su mal humor para con ella, era la plena demostración de lo que sucedía. Él se resistía como podía. Estaba enojado consigo mismo, por no evitarlo. Hasta que llegó el sábado. Cata no supo vencer la experta insistencia de Edith: era tarde de piscina. La joven se consoló pensando que se iría temprano, apenas fuera posible. No quería estar al lado de ese ricachón engreído, resentido y grosero.
Cuando llegó estaban todos en la pileta. Incluso Alejandro. Cata pudo ver su silla vacía.
Traía, como siempre, la tarta de manzanas que enloquecía a Ernesto.
Y se sacó el vestido. Su bikini azul francia era invisible frente a su cuerpo perfecto.
Alejandro quedó aferrado a las barras de los bordes de la piscina. Perplejo.
El eclipse fue total. Pero de una sola mano.
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Capítulo Cinco: La estancia
Catalina nadaba alocada, para regocijo de los presentes. Tenía esa chispa interminable que alegraba el día... y las mentes. Imposible no reír, a su lado.
En un momento donde Cata hacía piruetas acuáticas, no advirtió lo cerca que estaba de Alejandro. El roce de sus cuerpos semi-desnudos duró solo unos instantes. Pero fueron suficientes. Cata salió apurada y sobre todo, confundida. Quedó en silencio, el resto de la tarde.
Edith hablaba sin parar, como siempre; Cata asentía con un gesto, simplemente. Parecía turbada. Sobre todo cuando, al atardecer, ya en el deck, tomando unos tragos a lado de la piscina, Alejandro lanzó la granada: partiría de regreso al día siguiente.
Se hizo un incómodo silencio, cargado de la tristeza parental y de la confusión de Catalina, quien, discretamente, anunció su retirada. Al despedirse, besó cariñosamente a Edith, se colgó del cuello de Ernesto, como siempre, y cuando se agachó para besar la mejilla de Alejandro, no pudo eludir la trampa, y un fugaz contacto en la boca masculina, la hizo estremecer.
La estancia quedaba en la Patagonia. Ese lunes Catalina fue a trabajar, como de costumbre. La pena de Ernesto era manifiesta. La oficina de la vice-presidencia seguiría vacía y oscura.
Los días pasaron. Catalina no era inmune.
Hasta que el miércoles a la noche, salió corriendo de la ducha, porque su celular sonaba.
Hablaron hasta la medianoche. Alejandro era tan dulce! Hablaba lento, pausado. Ella, todo lo contrario. Un torbellino de palabras, cada vez que le tocaba su turno. Él escuchaba paciente.
Y llamó al día siguiente... y al día siguiente...
Hasta que Catalina se descubrió esperando los llamados. ¿Qué estaba pasando ahí? Hasta ese momento, eran solo conversaciones entre amigos. Nada indicaba otra cosa. Cata no percibía ninguna otra señal.
Habían pasado tres meses, ya. El otoño amarilleaba el casco de la estancia. Repentinamente, ese sábado, mientras pasaban la tarde apacible de lluvia citadina, Ernesto les contó que deberían viajar al campo. Edith miró a Catalina, y como dándolo por sentado, comenzó a organizar el equipaje que ambas deberían preparar.
Cata se dejó llevar.
Cuando quiso acordar, estaba en un avión particular, volando hacia la Patagonia, en compañía de Edith y Ernesto.
Desde arriba, pudo ver el paisaje.
Las aguas del Nahuel Huapi, bañaban la orilla del parque de la casona. El casco era preciosísimo.
Cuando bajaron del avión, cierta desilusión imperceptible nubló la azulísima mirada de Catalina. Los esperaba el capataz.
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Capítulo Seis: Desnudez
Don Humberto había trabajado para la familia, desde hacía catorce años. Después del accidente, ante la decisión de Alejandro, de vivir en la estancia, el capataz no solo administraba el campo, si no que se había hecho cargo de Ale. Lo cuidaba. No lo perdía de vista. No necesitaba cumplir las órdenes de sus patrones en cuanto a no dejarlo solo nunca. Don Humber (como lo llamaban cariñosamente) lo hacía naturalmente. Quería a ese muchacho como si fuera su hijo. Después de todo, lo conocía desde pequeño.
Alejandro había salido indemne de sus dos intentos de suicidio. Estuvo Don Humber, llegando a tiempo.
Desde la ventanilla de la 4x4 donde viajaban desde el aeródromo hasta el casco de la estancia, Cata pudo ver la hermosura de la geografía. Y se sintió feliz.
La camioneta estaba detenida, mientras esperaban que Don Humber abriera la tranquera. Cata, mientras tanto, no pudo sino gozar del paisaje: un arroyo ruidoso y cristalino, bajaba de la montaña, camino al lago, donde desembocaba. El cielo se había cerrado de nubes oscuras. Cuando llegaron a la gran casona, y se bajó del auto, pudo embelesarse con el aroma a pinos y ozono. Olor a lluvia.
De Alejandro, ni noticias.
La habitación de Catalina, la dejó sin palabras. Desde allí, la vista que tenía era increíble. Había venido sin ganas. No quería dejar Buenos Aires. Pero ahora agradecía la insistencia de Edith y Ernesto. La casona estaba hecha de piedra, troncos y madera. El lugar era bellísimo.
Se disculpó por no bajar a cenar. Después de aquel baño caliente, la noche se le había venido encima. Solo quería acostarse y quedarse dormida. Mañana sería otro día.
A la madrugada, la inquietó un aliento cerca de su boca. Su sueño se hizo más ligero. Supo que la destapaban. Pudo sentir el frío de la noche en su piel desnuda. Entonces, lo vio, con sus ojos apenas entreabiertos. Sentado a su lado, Ale la observaba en silencio. Cata ya estaba suficientemente despierta como para saber lo que estaba sucediendo. Pero no abrió los ojos. Engañosamente, permaneció quieta, respirando lento, tratando de entender por qué estaba procediendo así. El escudriño delicado de Alejandro, a su desnudez, le producía una sensación de gozo sensual que la confundía. Y se dejó llevar... Él, a estas alturas, ya había corrido las sábanas por completo e, incrédulo, no dejaba de asombrarse de la perfección. Entonces, quiso más. Suave, muy suave, apenas perceptible, tocó con su mano aquel cuerpo deseado. Tan deseado.
Y Cata fue traicionada. Por ella misma. Comenzó a moverse al compás, incapaz de controlar sus emociones. La reacción de Alejandro fue inmediata. Con solo la fuerza incontenible de sus propios brazos, logró soportar el peso de su cuerpo y saltar desde la silla hasta el arco iris.
La noche se hizo dulce, lenta, inexplicable.
Una y otra vez.
Hasta que un fino haz de luz anunciaba el amanecer.
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Capítulo Siete: La Magia
El sol anunciaba una mañana espléndida.
La increíble sensación de estar en los brazos de Ale, le habían permitido dormir más de lo acostumbrado. Abrió sus ojos, y lo vió, observándola, con una sonrisa. ¡Qué momento pleno! Él le acariciaba la espalda, suavemente, mientras jugaba con su pelo. Cata quería detener el tiempo. Pero no pudo.
Un suave toc toc en la puerta, interrumpieron la magia. Era Edith, quien, aunque en voz muy baja, no pudo disimular el tono de absoluta angustia:
-"Cata, nos vamos a buscar a Alejandro. No ha dormido en casa anoche. No ha vuelto. No sabemos dónde está"- sollozaba.
Las sombras oscuras de los intentos contra su vida, habían dejado a Ale en un escudriño permanente por parte de sus padres y don Humber. Muchas veces se había sentido asfixiado por este exceso de control. Pero comprendía.
La cuestión es que había que blanquear la situación. Era imperdonable dejarlos a todos con semejante preocupación. Por un segundo, se miraron y el acuerdo fue tácito e inmediato:
-"Mamá, estoy acá"- dijo Alejandro.
Con un grito histérico de euforia y alegría, Edith abrió la puerta, seguida por Ernesto. Ninguno de los dos midió la situación.
La joven pareja se hallaba desnuda, bajo las sábanas, abrazados, perplejos de la osadía de la entrada alocada de los mayores.
Viendo a Edith abalanzarse sobre ellos, con una alegría infinita y a los gritos, y a Ernesto haciendo algo similar, Catalina solo atinó a subir aún más las sábanas, tapándose hasta la nariz, para ocultar su incomodidad.
Fue Alejandro quien, en pocas palabras, les ordenó a sus padres, abandonar la habitación. Recién allí, Edith y Ernesto cayeron en la cuenta, de su conducta. Felices como nunca, se retiraron en silencio; luego de cerrarse la puerta, la joven pareja volvió a escuchar los gritos de festejos, en el pasillo.
Pero, lo que para algunos fue fiesta, para otros no tanto. Alejandro adivinó lo que se venía. Y acertó.
Catalina no estaba lista.
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Capítulo Ocho: La Partida
Los acontecimientos se le habían venido encima, uno tras otro, sin prever, sin decidir, sin provocarlos. Simplemente, había caído de a apoco, y sin notarlo, en las redes de esta familia, adinerada, poderosa, acostumbrada a conseguir siempre lo que quería. Cata se sumergió en un letargo auto-impuesto, para pensar. Necesitaba alejarse.
Alejandro quedó en silencio, vistiéndose, adivinando el futuro. Cata caminó desnuda hasta la bañera, dispuesta a pasar un largo rato a solas. Ale entendió.
La reacción de Catalina dejó perplejos a todos, cuando llegando el mediodía, y alistándose para almorzar, la vieron bajar con las valijas. Aunque sonreía, de ninguna manera significaba alegría. Solo estaba sometida a un potente auto-control, tratando de demostrar cortesía. Pero estaba decidida.
Se dio cuenta que la familia había sido absorbente con ella. Al punto de controlar su vida. No iba a permitirlo. Volvería al origen: en el trabajo, sería la ejecutiva perfecta, al servicio de Ernesto y la Compañía. Terminada la jornada de trabajo, apagaría el celular, y volvería a su antigua vida: sus amigos, la pintura al óleo, clases de piano y, por qué no, a sus clases de tenis.
¡A Edith la apreciaba tanto! ¡Pero ya no quería más sábados impuestos, ni quinientas llamadas por día!
En cuanto a Alejandro... ese era otro tema. No podía más que reconocerse a sí misma, la atracción que sentía por él. Tampoco, olvidar esa noche. La química era total. Hubiera podido ser... Pero esa entrada al dormitorio, haciendo pública una relación, que ni siquiera había comenzado, con la intervención de Edith y Ernesto... era too much.
No pudieron convencerla. Le hablaron, le rogaron, le pidieron disculpas, pero Cata pidió un taxi. Para todo ésto, Ale había permanecido en silencio, observándola. No había dicho una sola palabra.
La vieron partir. Y la casa quedó en silencio. Dos horas después, el avión sobrevolaba el casco, rumbo a Buenos Aires. Habría que darle un tiempo, pensaron. Y luego lo resolverían. ¡Eso estaba descontado!
Ale aún podía oler su perfume en el corredor.
El cielo se cubrió de nubes negras y una lluvia tupida y persistente, bañó los bosques durante toda la noche, como una analogía a los llantos que cada uno tuvo, en privado.
La suerte estaba echada. No había otra alternativa más que esperar.
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Capítulo Nueve: Sin lazo alguno
La actitud de Catalina les había cambiado la vida. Parecía un globo infantil al que le habían soltado el hilo: subía y subía, altanera, sin dirección aparente, perdiéndose a lo lejos, poco a poco.
Cumplía sus horas de trabajo a la perfección. Era tan eficiente que Ernesto no dejaba de sorprenderse. Cata se conducía con corrección, amabilidad y cortesía. Él lo había intentado todo. Pero la joven contestaba con evasivas, distante... Terminaba su jornada y desaparecía velozmente, para no dar ocasión a conversaciones estériles...
Edith había dejado, finalmente, de llamar. El celular de Cata estaba siempre apagado.
Habían pasado dos meses. Ale no la había llamado.
Y llegó ese día fatal, cuando Ernesto vio sin querer, la carpeta curricular de Cata, sobresaliendo del bolso de cuero, colgado en el perchero. Así supo que Catalina, su Catalina, planeaba dejar la Empresa.
Fue demasiado.
Ese martes, Cata llegaba a su departamento, cayendo la noche, toda transpirada, en zapatillas y con la raqueta en la mano, cuando sobresaltada, vio a Edith y Ernesto esperándola en el palier. Le pareció inapropiado que se presentaran sin avisar. No sabía que Ernesto la había descubierto. Así que, frunciendo el ceño, aunque sin dejar de ser cortés, los invitó a subir.
Y hablaron. Hasta bien avanzada la noche. Ernesto lo hacia con cautela, pensando cada palabra que decía. Edith se mantuvo callada, salvo un par de interrupciones acongojadas.
Catalina solo habló de valores. El poder de la familia la tenía sin cuidado. Enfatizó en varias ocasiones, que la fortuna no la impresionaba. Creía en la evolución de sus propios méritos. Y que les había entregado su cariño honesto y desinteresado para recibir solo imposiciones. ¿La habían llevado a la estancia, como un juguetito para entretener a Alejandro? ¿Ella era, acaso, un número telefónico más, en la agenda?
La frase que tantas veces le escuchó decir a Ernesto en el trabajo: "todo tiene un precio", ¿aplicaba para ella?
Ahora sabrían que no.
El cuerpo aún transpirado de Catalina y el desalíneo de su cabello, no eran nada en comparación con la expresión orgullosamente altanera de su mirada. Ofendida a morir.
Y entendieron. Esta vez, tocaba perder. No estaban acostumbrados...
Así que, Ernesto, haciendo uso de su experiencia, sus años, su sapiencia madura, apeló a lo que sabía hacer tan bien: negociar. La pregunta que sobrevino, desconcertó a Catalina. La dejó sin respuesta aparente.
"No queremos perderte"- aseveró Ernesto. "Jamás quisimos hacerte daño"- continuó por lo bajo. "Solo poné tus condiciones y obraremos en consecuencia"- concluyó, quedándose a la espera de la respuesta de Cata.
Un silencio expectante inundó la sala. Catalina demoró la respuesta. Había mostrado el punto. Sería respetada como lo que era: una mujer independiente, con valores profundos, orgullosa y sensible.
En señal de aprobación, Cata se acercó a Edith y la abrazó con cariño. Recibió mucho más que eso.
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Capítulo Diez: Todo sobre ruedas
Alejandro, en esos dos meses, había tratado infructuosamente de olvidarla. ¿Cómo había podido pensar que tan hermosa mujer podría fijarse en él, y su destino eterno en esa maldita silla de ruedas? La tristeza le nublaba la vista. El silencio inundaba su entorno. La soledad, su única compañía.
En Buenos Aires, mientras tanto, habían empezado una nueva etapa. La fricción había terminado. Pero se respiraba cautela en el aire. Catalina trabajaba sin descanso. Ernesto, feliz de haberla recuperado, respetaba sus espacios.
Edith había cambiado su forma de hablar. Ya no usaba el imperativo. Solo el condicional.
"¿Te gustaría que fuéramos a ...?" - preguntaba cautelosa. Había vuelto a la carga. Pero ya no estaba intensa.
La verdad es que la amaban con el alma. Había armonía entre ellos. Y respeto.
Nadie hablaba de Alejandro.
Catalina, a juzgar por la constancia de su memoria (lo pensaba todo el tiempo) había llegado a una inadmisible conclusión: Ale significaba para ella mucho más de lo que quería admitir.
Presa de sus propias reglas, no lograba enterarse de noticias de Alejandro. No se filtraba ni un comentario. Ni por descuido. No había descuido.
Tenía impresa en su memoria, la noche que pasaron juntos.
En sus oídos, los susurros.
En su boca, los besos.
En su piel, el olor impregnado.
El perfecto compás de sus cuerpos.
El sabor de la plenitud alcanzada.
Toda la semana había estado inquieta. Salió de la oficina ese viernes, a la tarde, turbada. Manejó su auto sin rumbo. Escuchando música. Pensándolo. Supo lo lejos que estaba, al escuchar el bip que avisaba la falta de combustible. Cargó nafta y siguió sin rumbo. Cayó la noche. El cielo estrellado la mantuvo despierta, manejando... sin descanso. Pensándolo.
Amanecía. El sol naciente dejaba claros y oscuros.
¿Qué era aquella sombra lejana, alta, que interrumpía el llano del paisaje? ¿Montañas?
"Dios mío, ¿dónde estoy?" - se preguntó sobresaltada.
Luego de la curva, a la vera del camino, distinguió la tranquera de la estancia. Quedó un buen rato, con el auto en marcha, decidiendo. Se bajó.
Y abrió la tranquera.
Fin