Nahuel
Historia de amor intercultural ambientada en 1890, en una pequeña ciudad de USA
Capítulo Uno: El atraco
Había una vez, una historia.
Todo comenzó en 1890, cuando Catalina viajaba acompañada de su inseparable Adelaida. Los cuatro briosos caballos llevaban a las dos pasajeras hacia el oeste, guiados por dos cocheros expertos. El camino polvoriento era sinuoso, acorde al bellísimo paisaje. El Valle era extenso, rodeado de altas montañas, con sus picos cubiertos de nieve y sus laderas, de frondosos bosques de pinos. Por un momento el camino se acercó a la orilla del lago, que, majestuoso, apenas movía sus aguas congeladas. El frío era intenso.
Fue ahí.
Los cuatreros salieron de la nada, armados. Diestros en lo suyo, alcanzaron la diligencia con facilidad, matando a los dos cocheros. Los caballos, desbocados por los estruendos de los rifles y con sus riendas sin comando, corrieron alocadamente. Las mujeres, mientras tanto, presas del pánico, sin poder aferrarse, golpeaban de un lado a otro, su elegancia.
Hasta que el carruaje paró. Y sobrevino lo peor. Al verla, los maleantes cambiaron de idea: no solamente robarían el distinguido y valioso equipaje. La increíble belleza de Catalina, los inspiró para algo más.
La interferencia histérica de Adelaida, no duró. Un coletazo en la nuca y un tiro en su espalda, la dejaron tendida sin vida, sobre el suelo nevado.
Con sus apenas veinte años, Catalina, por primera vez, descubrió su inexorable soledad y un profundo e inevitable desamparo.
Rasgándole la ropa con violencia, la arrastraron unos cincuenta metros fuera del camino. Ataron sus brazos abiertos. Ataron sus piernas abiertas. Su cuerpo desnudo yacía inmóvil , sobre la nieve.
Tres de los maleantes volvieron al carruaje, a esperar su turno.
El cuarto quedó con Catalina.
Pero detrás de un arbusto, muy cerca de ella, algo se movió.
Capítulo Dos: Nahuel, entre dos mundos.
Era el único nieto de Gerónimo (Gokhlayeh) y bisnieto de Cochise. Sus jóvenes treinta años, resplandecían en ese cuerpo musculoso, bien formado, de un metro noventa de estatura. Su cabello negro, impecable y ordenado, caía atado hasta la espalda.
Su infancia no había sido fácil. Su adolescencia, peor. Y sus años en la universidad, un verdadero infierno.
Su madre, la Princesa Mailén, era la única hija de Gerónimo.
Su padre, el Coronel Jefferson, casado y con un hijo pequeño, John, quedó preso de su belleza y se enamoró de ella perdidamente.
De ese gran amor, nació Nahuel. Reconocido legalmente, fue amado por su padre y definitivamente, fue el favorito de sus tres hijos.
El sentimiento era mutuo: Nahuel esperaba con ansias, las visitas de su padre, que se repetían todas las semanas. A pesar de que sangre apache corría por sus venas, el muchacho creció bajo la estricta educación de su padre, quien personalmente la fiscalizaba. A corta edad, lo envío a la escuela rural, en medio de la llanura, dirigida por un fraile, perteneciente a la Orden de fray Francisco de Zamora.
La esposa del coronel Jefferson, consciente de la existencia de Mailén y Nahuel, no escatimó odio hacia ellos. Su hijo, John, creció conociendo el favoritismo de su padre, por su medio hermano.
Aunque el coronel nunca llevó a Mailén a Garden City, el poblado más cercano, todo el mundo conocía su existencia. Sobre todo, porque regularmente, llevaba a Nahuel, presentándolo a sus subalternos, como su hijo.
El gobierno de México trató de aniquilar a Gerónimo, pactó con él y después lo traicionó matando a casi toda su familia. Gerónimo atacó y quemó los fuertes fronterizos mexicanos. El gobierno de los Estados Unidos también lo persiguió y trató de someterlo. Finalmente fue confinado a las reservas indias de Florida y murió en Oklahoma en 1909.
Pero su hija Mailén, su nieto Nahuel, su primera esposa (abuela de Nahuel) y unas cincuenta familias apaches, fueron protegidas por el coronel Jefferson. La pequeña comunidad, quedó asentada a orillas del Bear Lake, un lago de agua dulce natural en la frontera entre Utah y Idaho en los Estados Unidos occidentales. Es el segundo lago más grande de agua dulce natural en Utah y ha sido llamado el “Caribe de las Rocosas” por su singular color azul turquesa, el resultado de depósitos de piedra caliza en suspensión en el agua.
Las tierras donde se produjo el asentamiento, pertenecían al coronel, quien no solo era la máxima autoridad de la vasta región, sino que además, era inmensamente rico.
El amor entre Mailén y el coronel, persistió. Pero el segundo hijo de ambos, no pudo nacer. Y se llevó a su madre con él. Nahuel tenía quince años. Su padre lo dejó al cuidado de su abuela, quien lo amó incondicionalmente, toda su vida. A partir de allí, el coronel tomó un protagonismo absoluto en la vida de Nahuel. Sobre todo cuando, al cumplir sus diez y ocho, lo envió solo, muy lejos, para convertirse en abogado, lo cual sucedió cuatro años después. Ese tiempo fue para Nahuel, una verdadera pesadilla. Su padre no lo vio recibirse. Murió antes, dejándolo único heredero de la enorme estancia, que ocupaba casi todo el condado. Nahuel, desolado, volvió a los brazos de su abuela, apenas pudo, convirtiéndose en el hombre respetado y obedecido, no solo por la aldea de su gente, si no por toda la Nación Apache.
Cabalgando en ese soleado día invernal, escuchó los tiros y adivinó un ataque a la diligencia. Pudo ver toda la escena, agazapado tras los arbustos, sin poder intervenir: lo superaban en número, y él solo llevaba un puñal.
Capítulo Tres: Catalina
En 1835, Nueva York se convirtió en la ciudad más grande de Estados Unidos, superando a Filadelfia. Y en la Guerra de Secesión, Nueva York fue un escenario clave.
El Mayor General George G. Meade, tuvo un gran protagonismo en el fin de la Guerra, derrotando en cada una de las batallas en las que intervino, al ejército de los Estados Confederados del Sur. Tras tres días de desesperados, sangrientos y mortíferos combates, Meade logró la victoria en una de las batallas decisivas de la guerra, un éxito por el que recibió las felicitaciones del Congreso de los Estados Unidos.
Catalina, nacida en 1870, cinco años después de la Guerra, fue su única hija.
Su madre, Margaretta Sergeant, era una aristocrática española, de alta alcurnia.
Sangre azul corría por las venas de Catalina. Y así fue educada.
Cuando su padre fallece, en Filadelfia, Catalina tenía dos años. Su madre resolvió mudarse a Nueva York.
Pero esa estadía no duró mucho. Cuando la niña tuvo edad suficiente, Margaretta quiso volver a Europa, donde podría afrontar una vida más plena junto a su familia.
Educada en París, Catalina asistió a escuelas de reyes.
Por su origen nuyorkino, hablaba inglés.
Por su madre, el español,
Por su educación, el francés.
Y muy pronto, hablaría el Apache mescalero.
Capítulo Cuatro: El Rescate
Por causa del frío intenso y la nieve bajo su desnudez, Catalina perdía la conciencia por momentos. Pudo sentir, sin embargo, el aliento inmundo y el peso del extraño que yacía sobre ella, tratando de liberar su bragueta.
Pero no fue lo único que sintió. Un quejido repentino y el cuerpo muerto sobre ella, le hizo abrir los ojos. Y entonces lo vio. Aquel extraño de pelo largo, acababa de clavarle su puñal al cuatrero, antes de que pudiera lastimarla. Lo vio arrastrar el cuerpo sin vida, hacia los matorrales.
No pudo entender por qué seguía atada. El frío la adormecía por momentos. Lo buscó con la mirada desesperadamente. Pero no lo vio.
Volvió a despertar cuando el segundo malhechor se arrodillaba ante ella, murmurándole palabras ininteligibles. Una vez más, vio caer de bruces el cuerpo con el puñal clavado en su espalda. Sintió la mano de Nahuel, acariciándole la mejilla con ternura. Y todo oscureció.
Uno a uno, los esperó agazapado. Hasta que el ocaso cayó y con él, los cuatro cuerpos inertes.
Con delicadeza desató las cuerdas, liberando el cuerpo débil de Catalina, que aún respiraba, envolviéndola con las mantas encontradas en el equipaje. A pesar de su semi-inconsciencia, ella pudo verlo, abrazándola, mientras la subía a su caballo.
Se sintió protegida, en la seguridad de sus brazos, que la rodearon por completo. Y volvió la oscuridad.
Capítulo Cinco: La Enfermedad
Podía escuchar el silbido de su propia respiración que, aunque entrecortada, era constante. Los pocos momentos de conciencia eran muy confusos. Solo alcanzaba a distinguir la figura del extraño de pelo largo, que no se separaba de su lado. Y de una viejecita a quien él llamaba “-chóó “- (abuela).-
Reconocía su brazo musculoso debajo de su cabeza, a la altura de la nuca, cada vez que él la levantaba con delicadeza, para hacerle tragar un brebaje amargo.
La altísima fiebre mojaba la manta de algodón que envolvía su cuerpo desnudo. Recordaba con pudor, que la renovaban dos veces al día.
La neblina permanente que emanaba del eucalipto encendido inundaba ese extraño lugar donde se encontraba: el “tepee”, una vivienda de forma cónica, de más de dos metros de altura. El espacio era grande, con una fogata en el medio.
Habían pasados tres semanas cuando finalmente, pudo distinguir el día de la noche. Aunque aún le costaba respirar, pudo sentarse, ayudada por esos familiares brazos viriles, para comer sus primeros sólidos.
Sus miradas se encontraron.
-“¿Dónde estoy?”- preguntó Catalina con dificultad.
-” En mi casa”- respondió Nahuel, sosteniéndola.
-“¿Cómo estoy?”- dijo ella.
-“A salvo”- respondió él.
Y volvió a dormirse. Pacíficamente.
Capítulo Seis: La recuperación
Para la cuarta semana, Catalina, en franca mejoría, ya podía comer, mantenerse despierta casi todo el día y sobre todo, respirar. Estaba en calma. Solo se inquietaba cuando Nahuel salía de la tienda. No volvía la serenidad, hasta verlo entrar.
Esa mañana despertó y lo vio dormir a su lado. Era la primera vez que ella amanecía antes que él. Un sentimiento distinto la invadió mientras lo miraba. Después de todo, le debía la vida. Y su virtud.
Ya sabía que se llamaba Nahuel. En ese tiempo de somnolencia alternada, sintió su nombre muchas veces. Adivinó cuán importante era él para su gente. Era consultado por todo.
Mientras pensaba, seguía mirándolo dormido. La sorprendió su súbito despertar. Ya era tarde para desviar la mirada. Se encontraron.
-“Buen día”- dijo Nahuel, acomodándole el mechón rubio que caía sobre sus ojos.
-“Buen día”- contestó tímidamente Catalina.
-“¿Cómo te sentís hoy?”-
-” Mucho mejor”- aseveró Catalina.
Nahuel se incorporó rápidamente y al llamado de “-chóó “-, apareció la viejecita que Catalina reconoció enseguida. Traía comida. Cuando estuvieron sentadas frente a frente, con las piernas en cruz, Cata la tomó de las manos y le dijo con una ternura infinita:
-“Gracias, por estar”. Chóó asintió con la cabeza y contestó en un idioma que Catalina no conocía. Pero se entendieron. De inmediato apareció Nahuel, con un especie de tonel de madera, cortado a la mitad. A partir de allí, entraban de una, las mujeres del lugar, trayendo agua en alcántaras de cerámica. Todas la saludaban con una sonrisa tímida, palabras que Cata no entendía, pero que adivinaba. Una de ellas, Sharanda, se atrevió a abrazarla. Catalina la reconoció.
Al terminar de llenar la “barrica”, Catalina descubrió con algarabía, que un baño caliente la esperaba. Nahuel estaba reticente a salir de la tienda, no por lesivo. Después de cuatro semanas de asistirla gravemente enferma, conocía del cuerpo de Catalina, cada centímetro. Sino por la simpleza de no querer separarse de ella ni un minuto. Pero la orden de Sharanda y la mirada penetrante de Chóó, lo convencieron.
Ayudada por las dos mujeres apaches, se dejó caer en los inmensos placeres de un baño caliente y reparador. Sharanda le hablaba sin parar, señalándole todos los bultos acomodados prolijamente, en el otro lado de la tienda: ¡su equipaje! La alegría no tuvo disimulo, haciendo reír a las dos mujeres. Catalina señaló uno de sus baúles y Sharanda comenzó a poner en el agua, todo lo que encontró. De inmediato, el perfume de sales, lavandas y flores, inundó la “tepee”.
Sharanda desenredó con paciencia el largo cabello rubio y lo dejó suelto, a pesar de las protestas de Catalina. Las tres mujeres hablaban distinto, pero se entendieron todo. Un sentimiento profundo nació allí, que nunca acabaría.
Eligió el vestido más sencillo. Tuvo permiso de “Chóó” para salir de la tienda, un ratito.
La nieve había cedido con la llegada inminente de la primavera.
Y entonces lo vio.
Y entonces la vio.
Capítulo Siete: Abogado
Cumplidos los diez y ocho, Nahuel y su padre, partieron en tren rumbo a Washington. La Universidad de Georgetown, fundada en 1789, era la Casa de Estudios católica más antigua de los Estados Unidos. Formaba parte de la Asociación de Universidades Jesuitas (AJCU), en la que se integraban las 28 instituciones que la Compañía de Jesús dirigía en Estados Unidos y fue una de las tres universidades católicas del Distrito de Columbia, junto con Trinity y la Universidad Católica de América.
El Coronel Jefferson no se andaba con vueltas: quería para su hijo, lo mejor. Nahuel protestaba por enviarlo tan lejos. Había muy buenas universidades mucho más cerca de sus tierras. Pero su padre sabía lo que hacía. En Washington contaba con las influencias suficientes. Su hijo no era ni negro ni mulato. Pero tampoco era lo suficientemente blanco…
La carrera a estudiar, también fue elegida por su padre, quien, poniéndole su mano sobre el hombro, le sentenció: “Te será muy útil en la vida, sobre todo cuando yo ya no esté.” Sonó a presagio. Nahuel no terminó de entender. Años después, lo hizo.
El coronel lo dejó instalado y un año pago por adelantado. Nahuel lo vio partir y se sintió solo. Muy solo. Lugar extraño y distante. Personas extrañas y distantes.
Lo único que mitigaba el desprecio racista de los demás, era el estudio. Mejores notas sacaba, más antipatías despertaba.
El primer año había llegado a su fin. Aprobado con éxito, se preparó para regresar a Utah y pasar sus vacaciones de verano con su gente. Pero un telegrama puso fin a sus planes: su padre había muerto en cumplimiento del deber, representando a su patria, en Perú.
En 1879 Estados Unidos trató de poner fin rápidamente a la guerra del Pacífico, principalmente a causa de los intereses comerciales que tenía con Perú, pero también porque Rutherford B. Hayes (presidente norteamericano) temía que el Reino Unido pudiese tomar el control económico de la región a través de Chile. Las negociaciones de paz fracasaron por una cláusula que pedía a Chile devolver las tierras ocupadas en la guerra. Los chilenos sospechaban que la iniciativa de Estados Unidos estaba a favor de Perú. Como resultado, las relaciones entre Chile y Estados Unidos empeoraron. Jefferson, en confuso episodio, murió en la habitación del hotel.
El mundo se abrió bajo sus pies, no solo por la muerte de su padre, sino porque no sabía qué decisión tomar. Dos semanas después, recibió una carta de Simone Debats con una nota de pésame, un giro postal que alcanzaba para treinta días, y un manuscrito pidiéndole que continúe sus estudios. Ella cubriría sus gastos.
Durante los próximos tres años, Nahuel recibió puntualmente, el giro postal de Simone.
Fueron años difíciles: el dinero apenas alcanzaba. Amigos no había. Desprecios, sobraban. Solo tenía la inquebrantable voluntad de terminar lo empezado.
Al aprobar su último examen, como una plegaria, dijo:
-“Por vos, padre”-
-“Por vos, madre”-
-“Por vos, Simone”-
Y lloró en soledad.
Capítulo Ocho: La Aldea
Lo que vio al salir de la tentee, fue a Nahuel, tendiéndole amorosamente la mano. La invitaba a conocer su aldea.
Los apaches vivían bulliciosamente; cada familia tenía su propia vivienda. La habitaban el marido, su mujer y los hijos todavía no casados. Vio sorprendida que la aldea se extendía hasta las orillas del lago. El día había comenzado hacía poco, fresco pero diáfano. Todos estaban ocupados. Pero se olía a paz en el aire.
Caminaba lenta, convaleciente, pero segura, aferrada a la mano de Nahuel. La saludaban animosamente, como si su recuperación hubiera sido el logro de todos.
Los apaches obtenían sus alimentos de diversas maneras. La caza (bisontes, ciervos) era un asunto masculino. Las mujeres, en cambio, recolectaban plantas silvestres y cultivaban hortalizas.
Pero la verdadera actividad económica de la aldea, era la captura de caballos salvajes, su doma y su posterior venta, mayormente al ejército. De los negocios se ocupaba Nahuel.
Toda la tribu vivía en sus tierras, heredadas de su padre. Los niños iban a la escuela rural, en la pradera y la evangelización del fraile Tomás, un español de mediana edad, había dado resultado. La religión cristiana era practicada.
El hecho de que Cata y Nahuel vivieran juntos, era reprochable. Pero no parecía haber alternativa. Con el paso del tiempo, lo único recuperado era la salud del cuerpo. Pero el alma de Catalina, tribulaba adolorida, todas las noches, sumergida en la misma pesadilla, una y otra vez. Sus gritos nocturnos inconscientes, intermitentes, alteraban el sueño de todos. Despertaba llorando, pero volvía a dormirse, descubriendo que estaba en el mejor lugar del mundo: los brazos de Nahuel.
En la oscuridad, él le susurraba al oído: -“Estoy aquí, estoy aquí”-
Capítulo Nueve: Simone Debats
A los quince años, Nahuel debía convertirse en hombre.
Para los Apaches, tuvo que ir a la pradera, con no más ayuda que un puñal y cazar un bisonte. No volvería a la aldea hasta lograrlo. Luego de tres días y dos noches, lo consiguió. Su regreso, triunfante, con su trofeo a cuestas, fue el festejo de todos.
Para el coronel, en cambio, la hombría era conseguida de otra forma. Llevó a su hijo al burdel de Carson City, por primera vez, esa tarde de abril.
Madame Simone Debats, sabía muy bien lo que tenía que hacer. Seguía órdenes estrictas. Eligió a Mary Su, para el debutante. Con ella aprendería de artes amatorias. Y Nahuel aprendió. ¡Vaya si aprendió!
Simone tenía un hijo de seis años, que Nahuel conoció. Muerta Mailén, su gran amor, el coronel acostumbraba visitar a Simone y al pequeño Matt. Siempre llevaba a Nahuel. Mientras él quedaba practicando su hombría, su padre subía la escalera hasta el primer piso. Madame Debats y su hijo, vivían ahí, arriba del burdel.
Simone había llegado poco tiempo atrás, a Carson City. Aunque de oscuro prontuario, ella no trabajaba en el burdel. Solo lo dirigía.
Nahuel siempre se sorprendía de lo maternalmente afectuosa que era con él. Y del asombroso parecido de Matt con su padre, el coronel.
Pero no preguntaba más de lo que quería saber.
Tres años después, había aprendido a quererlos. Simone y Matt formaban parte de su vida.
A los diez y ocho, cuando partió con su padre, en tren, hacia Washington, notó genuina tristeza en el rostro de Simone, al verlos alejarse.
No se sorprendió cuando recibió aquel dinero, dos semanas después de la muerte de su padre. Simone, con todo sacrificio, trabajando incansablemente y de cualquier forma, se las ingenió para pagar los estudios de Nahuel. Fueron tiempos de austeridad. Aunque pocas veces alcanzaba, Nahuel no solo sentía por ella agradecimiento, sino cariño de familia. La vida le permitió devolver lo recibido.
Tres años después, con su diploma bajo el brazo, regresaba a sus tierras, orgulloso. No fue directo a la aldea, donde esperaba ansiosa Chóó.
Primero fue a verlos. Matt ya no era el niño pequeño que él recordaba. Se fundieron en un fuerte abrazo, Simone y Nahuel.
No solamente mantuvo su supervivencia y sus estudios, sino que lo defendió ferozmente de los ataques mordaces y humillantes de la esposa del Coronel y su hijo, cuando el testamento se conoció.
¡Simone significaba tanto para él… !
Capítulo Diez: La Propuesta
Los días pasaban inexorablemente. La primavera había dejado lugar al verano. Las noches eran frescas. Los días, cálidos. Los niños apaches chapoteaban a orillas del lago, jugando ruidosamente, bajo la estricta vigilancia de las mujeres. Todas cuidaban a todos. Durante el día, la aldea estaba, si se quiere, bastante vulnerable: solo habitaban mujeres, niños y ancianos. Los hombres partían al amanecer, rumbo a las praderas, en búsqueda de caballos.
Regresaban al caer el día, cansados y polvorientos. Nahuel no siempre iba con ellos. Tomaba otro camino. Estaba ausente todo el día. Catalina no había pasado ese detalle por alto.
Cata ya se había acostumbrado, con resignación, a la diferencia cultural. Su vajilla importada de China, permanecía guardada en el baúl. Tuvo que aprender a comer con vasijas de arcilla, sobre su falda y cucharas de madera. Sus vestidos de organza seguían bien doblados. Realizaba sin protestar, todas las tareas femeninas. Le enseñaban con paciencia. ¡Recibía tanto cariño…! Ayudaba a juntar leña, a cocinar… Se lavaba su ropa y tantas veces, la de los demás. Hablaba el apache mescalero casi a la perfección. Disfrutaba de sus charlas con Sharanda y esas largas caminatas… La sentía su amiga.
Protestaba en silencio, el olor a humo, de la fogata del tentee, penetrado en su cabello, en sus vestidos, en su piel, que supo ser, otrora, tan suave. Añoraba los perfumes guardados.
La vida en la aldea era francamente precaria. Pero dos fuertes motivos le impedían irse: el pánico a abandonar “el refugio” y... Nahuel.
¿Qué sentía por él? Varias respuestas se amontonaban en su garganta. Ninguna cierta. Se contuvo en pensar la única verdadera.
Hasta que llegó aquel nefasto día. Nahuel le habló con una firmeza casi cruel. La confundió por completo. Catalina escuchó las dos opciones y quedó sin aliento.
Él había esperado pacientemente su recuperación. Pero ahora, la obligaba a elegir. Sería su esposa o tendría que irse.
Y ella se fue.
Capítulo Once: La partida
Nahuel se negó a darle el caballo que pidió. No quería ayudarla a partir. Tendría que hacerlo de a pie.
Aristocráticamente orgullosa, no quiso dar el brazo a torcer. Catalina se despidió de todos y con tan solo un bolso mediano, partió de a pie rumbo a Garden City.
Caminó sin mirar atrás. Traspasó el cerco de troncos que limitaba las tierras de Nahuel. A medida que se alejaba, los demonios del miedo se iban apoderando de su cuerpo haciéndola templar. Hasta que llegó al cruce. El tránsito de caballos y carruajes indicaban la ruta al poblado. ¿Qué estaba haciendo? ¿Adónde iría? ¿Con quién? ¿Para qué?
Descubrió que estaba absolutamente sola en el mundo, acercándose a la gente blanca, que le había hecho daño y alejándose de los que la habían salvado. Absorta en estos pensamientos no pudo darse cuenta que estaba parada, inmóvil, en el medio del camino. Reaccionó al escuchar los cascos de los caballos del grupo de jinetes que se le venían encima. Eran solo viajeros, que la esquivaron siguiendo su rumbo. Pero ella asoció sus malignos recuerdos. Y empezó a gritar, con todas las fuerzas de su garganta, sin poder moverse: - ¡“Nahuel”!-
Resignado y herido ante la decisión tomada, la había seguido, sin embargo, a una distancia prudente, protegiéndola. Cuando escuchó los gritos desgarradores de Catalina, pronunciando su nombre, una y otra vez, simplemente aporreó su caballo hasta llegar a ella. Bajó del mustang de un salto y la abrazó con fuerza, diciéndole lo único que calmaba siempre a Catalina: -“Aquí estoy, aquí estoy”-.
Había logrado tranquilizarla, fuera del camino. Todavía la abrazaba. Sosteniéndole dulcemente la cabeza, la forzó a mirarlo y cerca, muy cerca, volvió a preguntarle:
-“¿Seguís tu camino o volvés conmigo?”-
Catalina supo que ese minuto definiría el resto de su vida. Lo miró con un odio profundo, sabiendo que Nahuel se aprovechaba de su debilidad para obligarla a hacer algo que ella no quería. Luego de crecer en París, ¿Viviría en un tepee, precariamente? Sería capaz de abandonar sus costumbres, sus raíces, la abundancia de educación con la que había sido criada?
Mientras Nahuel la subía a su caballo, llevándola de regreso, lo odió profundamente…
Capítulo Doce: La Boda
El fraile Tomás se había quedado tan sorprendido, ante el pedido de Nahuel... ¿A cuál de todas las tribus pertenecería la elegida? Sabía que los caciques lo presionaban, ofreciéndole sus hijas. Nahuel era cacique de caciques. Era el Jefe de la Nación Apache. Todos querían pertenecer… El fraile, sobre todo, fue sorprendido por la inminencia de la ceremonia. ¿En tres días?
Mientras tanto, en la aldea, los preparativos tenían ocupados a todos.
Las siete tribus apaches habían sido invitadas:
Los Chiricahuas centrales y del oeste; los Lipan; los Navajo; los Cibekuje; los White Mountain; los Jicarilla y los familiares de Nahuel: los mescaleros.
El evento era importante.
Se veían llegar desde lejos.
Esa mañana comenzaron los fuegos donde asarían los venados para la boda.
¡Tanta alegría en los rostros apaches! Tanta algarabía, que no se escuchaba el llanto de Catalina, quien, sin salir de su tentee, no encontraba consuelo en las palabras cariñosas que infructuosamente le prodigaba Sharanda. Ella, junto a dos mujeres jóvenes, la bañaron con delicadeza y la vistieron con ropas de novia apache. El cabello rubio de Catalina caía libre hasta la cintura. Los adornos en su frente no hacían más que realzar su increíble belleza.
Caído el crepúsculo, comenzó la ceremonia. En el improvisado altar, esperaban impacientes, el fraile Tomás, Nahuel y la Nación Apache entera.
Un murmullo de admiración pudo escucharse cuando apareció Catalina, quien caminando lento en dirección a Nahuel, conservaba la mirada baja. Sus ojos color cielo estaban enrojecidos, de tanto llanto.
Nahuel la miraba fijamente.
-“Los declaro marido y mujer”-, dijo finalmente el fraile Tomás.
Y la fiesta empezó.
Entrada la noche, solo quedaban en pie, los hombres, quienes entonados por la bebida de alcohol y miel, todavía contaban historias inciertas.
Nahuel regresó finalmente a la tentee. Pero Catalina no estaba dispuesta.
-“No me toques”-, le gritó.
Capítulo Trece: El día después
Era casi el mediodía, cuando la aldea comenzó a despertar. La juerga de la noche anterior se hacía notar. Nahuel se levantó con pésimo humor. Saludó a su gente sin ninguna efusividad y comenzó a ayudar en silencio, ignorando los chistes pícaros de los hombres. Ya todas las tribus se habían ido; el desorden de semejante gentío ocupó a todos, durante todo el día.
Nahuel y Cata apenas si cruzaron miradas.
Finalmente, el ocaso los encontró en el tentee. Nahuel buscó, con precaución, la mano de Catalina, tratando de descubrir una señal para avanzar. Lo que tuvo, en cambio, fue inesperado. Cata reaccionó como una fiera enjaulada. Le gritó, lo insultó y en esa verborragia incontenida, sucedió lo peor: -“No sos más que un mestizo apache”- le dijo.
Nahuel salió del tentee y desapareció. Lo habían humillado tantas veces con esa misma frase. Como si pertenecer a dos mundos fuera algo de su autoría.
Pero esta vez fue diferente. Sintió la herida más profunda de su vida.
Lo vieron montar su caballo hacia la pradera. Y no volvió.
Los hombres regresaban diariamente del trabajo trayendo noticias de Nahuel. Trabajaba incansablemente en el arreo, pero se quedaba durmiendo a la intemperie. No regresaba con ellos. Todos sabían que algo no andaba bien. Pero el silencio primaba.
Mientras tanto Catalina, con el correr de los días, sin verlo, lo extrañaba tanto que dolía.
La culpa la trastornaba. ¿Qué la había llevado a decirle lo que dijo?
No sólo lo que dijo. ¡Sino cómo lo dijo! Ella era muchas cosas menos racista. Por suerte había existido Adelaida, la negra que la cuidó con tanto amor durante toda su vida. Margaretta Sergeant, su madre, había sido una mujer distante, con tantos conceptos atávicos. La dejó en el Internado de Señoritas más exclusivo de París. Sola.
Su madre murió en España. Ni siquiera pudo despedirse de ella.
La hija de Adelaida, Nur, había crecido con ella. Era su amiga, su hermana.
¡Qué importaba su sangre mezclada! No era eso lo que la separaba de Nahuel.
Luego de dos semanas de su ausencia, Cata no aguantó más. Decidida, aprovechó la partida matutina de los hombres y cabalgó con ellos, en busca de Nahuel.
Él estaba en lo alto del cerro.
El primer impulso, al verlo, barbudo, desaliñado, triste y vencido, fue abrazarlo con desesperación. Pero se contuvo. Nahuel, puso distancia.
Catalina se bajó de su caballo blanco, que montaba a pelo (como aprendió de los apaches) y lo dejó suelto, para que pastara.
Ella le explicó que, presa de la impotencia por la decisión tomada, le había dicho cosas que no sentía. Había querido lastimarlo. Y lo había logrado. ¡Vaya si lo había logrado!
Habló y habló descontroladamente. Nahuel no comunicaba ni un gesto. Ella no sabía qué pensamientos pasaban por la cabeza de su amado.
Le pidió perdón. Tantas veces...
Y volvió a la aldea, a esperarlo.
Capítulo Quince: Flor
Lo esperó ansiosamente. Cada atardecer, al escuchar la estridencia de la vuelta de los hombres, después de un día de yugo de trabajo, ella buscaba con la mirada a Nahuel, pero la desilución volvía a invadirla.
Hasta que al tercer día, distinguió su prestancia que, al galope, lideraba la tropilla.
Catalina pudo ver su entrecejo fruncido. Solo le sostuvo la mirada un segundo, a modo de saludo. Ella comprendió que Nahuel seguía distante, enojado, ofendido.
Al caer la noche, le dijo parcamente unas pocas palabras: -"prepará una maleta. Mañana salimos al amanecer para Stateboro"-.
Fue todo. Ella tenía preguntas, pero no las hizo. Al amanecer, partieron a caballo, Catalina, Nahuel y sus dos hombres de confianza, a quien ella había aprendido a querer.
Cabalgaron durante todo el día, descansando unos pocos minutos, de tanto en tanto. Viajaban en silencio, interrumpidos solo para alguna orden de Nahuel.
Anochecía cuando llegaron a la gran ciudad. Un bullicio propio del tránsito de carretas y mucha gente en las calles, sorprendió gratamente a Catalina. Cuando por fin, Nahuel se detuvo, estaban frente a la puerta de entrada del Gran Hotel. Los esperaba el conserje, quien tenía todo previsto.
Llegaron a la habitación, cansados, doloridos.
No dejaba de sorprenderla. El confort tan extrañado, por fin estaba de vuelta. Catalina se sumergió en la tina del baño. Nahuel, mientras tanto, había pedido que les subieran la cena. Comerían ahí. Catalina se sentó, lista para atender los reclamos de su desatendido estómago. Nahuel, recién bañado, con su cabello mojando su espalda descubierta, seguía taciturno. Solo portaba una toalla anudada en la cintura.
Acercándole un paquete abultado de dinero, rompió el incómodo y aletargado silencio.
-“Mañana me voy temprano. Debo reunirme con el General. Vine a venderle una cuadrilla de caballos, para el ejército. Cuando me haya ido, podés tomar el tren y partir. Donde vos quieras. Cuando te hayas establecido, escribime desde dónde estés. Te haré llegar tu mesada, puntualmente. No puedo vivir así. Espero que encuentres lo que buscas. Solo quiero que seas feliz”- dijo Nahuel.
-“No voy a ningún lado. Conoceré la ciudad y pasearé hasta que regreses”- contestó con firmeza ella. Seria. Muy seria.
-"Pero yo creí que era eso lo que querías: tu libertad. No has hecho sino despreciarme cada vez que pudiste"- contestó Nahuel alzando la voz.
-"No ha sido fácil para mí. Pero no quiero mi vida sin vos".- murmuró ella casi imperceptiblemente.
Catalina pudo ver cómo el cuerpo musculoso de Nahuel, se abalanzaba sobre ella, tumbándola hacia atrás, con silla y todo. Apoyó sus labios y la besó suave, apasionadamente.
Ella respondió .
La acostó con delicadeza. Catalina contestó cada beso, cada caricia, cada te amo. Fueron uno solo. Por fin conocía el placer de la pasión.
Los latidos recuperaron el ritmo. La respiración también. Durmieron abrazados.
Para Catalina, fue la plenitud de su feminidad.
Para Nahuel, no fue el bisonte ni el burdel. Fue Catalina quien maduró su hombría.
Fin